Las recientes cifras del avance del COVID-19 en el país son simplemente pavorosas. Abril ha sido hasta ahora el mes que con mayor índice de fallecidos se ha iniciado y ayer se registró el número más alto de decesos desde iniciada la pandemia. De acuerdo con el “Financial Times”, por otra parte, ocupamos el primer lugar en el mundo en lo que a “exceso de muertes” por millón de habitantes se refiere, al estar por encima de las 4.000.
Esto, por supuesto, alarma pero no sorprende, porque el resultado de las descaminadas estrategias para combatir la pandemia ensayadas desde el Gobierno durante el último año –mayormente bajo la administración vizcarrista, pero también bajo la administración actual– no podía ser otro. Más que estrategias, en realidad, lo que hemos tenido es una suma de despropósitos que nos ha conducido al fatídico trance en el que nos encontramos.
El primer problema fue, desde luego, el haber concebido la cuarentena como una solución en sí misma y no como el intervalo de tiempo que se necesitaba para adoptar las auténticas medidas que contribuirían a la contención del virus. Como se recuerda, se privilegiaron las pruebas rápidas sobre las moleculares o las de antígeno, a pesar de que detectaban la infección muy tarde como para aislar a la persona contagiada de manera oportuna y evitar que siguiese contagiando. Combinada con la falta de seguimiento a los infectados (cuando los números todavía hacían esa operación posible), esa decisión nos puso inexorablemente en el despeñadero. Pero, por increíble que parezca, se cometieron aún más desatinos. Nos referimos, por ejemplo, a la incapacidad de reaccionar frente a lo que sucedía –y sucede todavía– en los paraderos del transporte público o los mercados de abasto, o a la inaceptable indolencia del Ejecutivo ante las donaciones de oxígeno del sector privado, mientras la gente moría precisamente porque carecía de él. Se prefirió adoptar poses políticas que, como la aparatosa amenaza de intervención a las clínicas privadas, podían reportar popularidad en las encuestas pero no servían para mejorar la situación un ápice.
Ni qué decir del vulgar engaño sobre la adquisición de lotes de vacunas, la nula previsión ante la inevitable llegada de una segunda ola (esto último, particularmente grave en lo que concierne a los fracasos en la construcción de plantas de oxígeno) y, como cereza de este penoso pastel, el repulsivo episodio del ‘Vacunagate’ que tuvo por principal protagonista al ahora vacado presidente Vizcarra. Todo ello le daba forma a un enorme monstruo que entonces no veíamos, pero cuya cola ahora apreciamos con nitidez.
El cambio de administración, lamentablemente, no mejoró mucho las cosas. No solo porque algunos de los miembros más conspicuos del remozado equipo de gobierno –la canciller Astete, la ministra Mazzetti y varios viceministros y funcionarios– se colaron también en la danza de la vacunación irregular, sino porque la información que se dispensó a la ciudadanía sobre las cantidades de lotes de vacunas que estaban por llegar y las fechas en que eso se produciría se manejó con una ligereza que obligó a enmendaduras constantes; y, sobre todo, porque la velocidad y el rigor del proceso de inmunización vienen dibujando a un Estado incapaz de lidiar con una tarea que por el momento es modesta, pero que eventualmente (cuando los contingentes realmente importantes de vacunas lleguen) se convertirá en un reto abrumador.
Consciente de estos problemas, el Ejecutivo acaba de anunciar un cambio de estrategia en lo que toca exclusivamente a la inmunización. A la luz de lo visto hasta aquí, sin embargo, es legítimo dudar de la materialización del anuncio.
De cualquier forma, exagerar acerca de la urgencia de un cambio de estrategia en esta materia es imposible. Y esperar a la instalación del próximo gobierno para que ese cambio se produzca, impracticable. Necesitamos que a la cola del lagarto la suceda ya la cabeza del ave fénix.