Ayer en la tarde, en entrevista con RPP, la fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, anunció que había apartado a las fiscales Sandra Castro y Rocío Sánchez del equipo especial para el Caso de los Cuellos Blancos del Puerto. Lo hizo luego de calificar como “de suma gravedad” la reunión que ambas magistradas sostuvieron a mediados del 2018 con Martín Vizcarra, cuando este se desempeñaba como presidente de la República, y que se conoció dos días atrás.
Más allá de que la decisión de la fiscal llegó menos de 24 horas después de que se hiciera público dicho encuentro y de que todavía subsisten varias interrogantes en torno de este (por ejemplo, ¿quién lo solicitó? ¿Cuáles fueron los temas que allí se abordaron? ¿Tuvo el entonces jefe del Estado acceso a información privilegiada que pudo haberle servido para fines particulares? ¿Fue aquella la única vez en la que Vizcarra se reunió con ambas fiscales o, al menos, con una de ellas?), es innegable que la noticia supone un golpe para la investigación.
Según han contado, por separado, Sánchez y Castro, la cita se llevó a cabo porque, como las pesquisas a cargo de ambas alcanzaban a funcionarios de los niveles más altos del aparato judicial, juzgaron pertinente buscar al entonces mandatario para solicitarle protección y apoyo político.
Es cierto, por un lado, que uno podría comprender la preocupación de ambas funcionarias por proteger una investigación cuyos implicados –algunos ubicados jerárquicamente por encima de ellas– estaban advertidos de su existencia y que, en consecuencia, trataron de hacerlo volar por los aires (recordemos, sino, los desesperados intentos del fiscal supremo Víctor Rodríguez Monteza por apoderarse de los audios que en esos momentos se difundían a través de dos medios periodísticos). Pero también, por el otro lado, es necesario subrayar que lo anterior no debería avalar que se eludan procesos institucionales o que se tomen vías informales y poco claras.
Si las magistradas querían solicitarle protección al Gobierno, existían –y existen– canales regulares para hacerlo. Una reunión privada en un domicilio particular y con un aura de secretismo (sus protagonistas solo han reconocido que participaron en ella luego de que se publicitase en los medios de comunicación) es cualquier cosa menos un procedimiento regular. E importa, porque la lucha contra la corrupción no debería consentir los caminos difusos o las situaciones reñidas con la transparencia.
De hecho, es precisamente lo contrario –que se descubran situaciones irregulares o informales en el proceso de la investigación– lo que buscan quienes se encuentran bajo el escrutinio de las autoridades para poder arrojar un manto de dudas sobre el proceso en su totalidad.
Una mención aparte en todo este desaguisado merece el expresidente Vizcarra, cuya manera subrepticia –por no decir clandestina– de hacer las cosas le ha traído al país demasiados quebraderos de cabeza en las últimas semanas. Sobre él, además, pende ahora la sospecha (según versiones que han dado tanto el periodista Ricardo Uceda como la magistrada Sánchez) de que se reunió en más de una oportunidad con la fiscal Castro. El exmandatario, por supuesto, lo ha negado, pero, como todos sabemos, no sería la primera vez que una mentira suya termine triturada bajo el peso de las evidencias.
El Caso de los Cuellos Blancos del Puerto es quizá –junto con el de Lava Jato– el más importante (y necesario de aclarar) para el país. Los ciudadanos debemos conocer los entresijos de la organización criminal que logró enquistarse e instrumentalizar organismos del sistema de justicia (como la Corte Suprema, la Junta de Fiscales Supremos, la Corte Superior del Callao o el Consejo Nacional de la Magistratura) para empujar sus propios intereses. Y existen muchísimas personas a las que les interesaría verlo rodar por tierra. Por ello, la labor de quienes se hallen a cargo debe ser especialmente escrupulosa y no dejar un solo espacio para la sospecha.