El jueves pasado, en medio de la tormenta que se vive al interior del gobierno, el parlamentario oficialista Sergio Tejada aprovechó una entrevista televisiva para lanzar una queja amarga. “¡El que gobierna este país es el MEF!”, sentenció, en lo que parecía inicialmente un dardo dirigido a quienes todavía se oponen a la derogación de la ‘ley pulpín’ en el Ejecutivo.
Rápidamente, sin embargo, quedó claro que su indignación tenía orígenes remotos, anteriores incluso a la llegada del nacionalismo al poder. El problema –puntualizó– es “todo el equipo que está ahí [en el Ministerio de Economía y Finanzas, se entiende] hace décadas”. Y luego agregó: “No son capaces de mirar que una ley no solo tiene impacto económico, sino [también] social. Impacto en el partido, en el Parlamento…”.
Si la observación fuese puramente coyuntural, habría que recordarle al congresista que no hay manera de que las medidas que lo incordian sean puestas en vigor sin el respaldo del presidente de la República, que es quien realmente gobierna. Y si lo que hubiese querido expresar es que el mandatario de hoy no es el político que conoció en la campaña, habría que hacerle notar que ese despertar –tras tres años y medio de una administración alejada de los planes temerarios de la gran transformación– resulta un tanto tardío.
Pero, como decíamos, es obvio que el clamor del legislador Tejada va más allá de la coyuntura y aspira a ser una crítica a cierto orden de prioridades con el que han procedido los gobiernos de los últimos veinte años. En concreto, al intento –no siempre coronado por el éxito– de no contaminar las decisiones económicas con consideraciones políticas. O de anteponer lo ajustado a razón a lo ‘popular’ y rentable electoralmente.A decir verdad, su frase expresa casi una visión del mundo de muchos políticos de todas las latitudes y todos los tiempos, que han encontrado, por ejemplo, en la prudencia fiscal un obstáculo enojoso a sus sueños de hacerse caros a los votantes con recursos públicos. O que imaginan que la postergación indefinida de un ajuste económico ocasionará de alguna manera que el problema que lo hace indispensable desaparezca en lugar de agravarse. La actual situación de Venezuela es una muestra, con efectos especiales, del extremo al que esa negación de la realidad puede llegar. Y las plataformas programáticas de movimientos como Podemos, en España, y Syriza, en Grecia, confirman que esa misma delusión goza de buena salud en Europa.
En el Perú, por otra parte, hemos conocido experimentos paradigmáticos de ese motín de los políticos contra las leyes de la economía. Aunque ahora no le guste recordarlo, Alan García encabezó entre 1985 y 1990 un gobierno en el que la ignorancia de las consecuencias de la emisión inorgánica de dinero –consignadas en los libros de historia desde los tiempos de la Antigua Roma– ocasionó una inflación acumulada de 2’178.482%. Decretó asimismo el ex presidente aprista en esos años controles de precios, estatizaciones y subsidios, en un esfuerzo por crear un universo paralelo en el que su popularidad no sufriera mácula… y cuyas consecuencias figuran ahora también en los libros de historia.
Cuando los políticos, entonces, reclaman que un gobierno privilegie sobre el impacto económico de una ley, el ‘social’ o el que afecta a su partido o al Congreso, lo que están solicitando en el fondo es que se cierre un ojo –o eventualmente los dos– frente a previsiones lógicas o constataciones puras y duras de la ciencia económica, a fin de darles oxígeno a sus proyectos de acceder al poder o mantenerse en él.
La evidente hipérbole de proclamar que quien gobierna el país es el MEF no es otra cosa que decirle consciente o inconscientemente al presidente algo así como: oye, tú que eres político como nosotros, no te dejes dominar por la racionalidad antipática que parece haberse apoderado de ese ministerio. De ahí, quizás, el enojo con que fue pronunciada.
Con todo esto, sin embargo, no queremos sugerir que las iniciativas del Ministerio de Economía y los sectores que le son afines no pueden ser objetadas. Como las promovidas por cualquier otro despacho, pueden y deben serlo. Y de hecho en este Diario nos hemos acogido con frecuencia a ese derecho. Pero el criterio ha sido y debe ser siempre el de alejar las tentaciones políticas y electoreras de esas medidas, y no el de sublevarse contra la realidad sobre la que se basan, pues ya sabemos a qué despeñaderos se llega por ese camino.