En 1978, Angela Merkel no quería ir a Berlín. Recién graduada, ella y su esposo resolvieron trasladarse a la pequeña ciudad de Ilmenau, en el estado de Turingia, donde la joven física postuló a una plaza como asistente científica en la universidad local. Sus pergaminos eran sobresalientes, pero sus planes se fueron a pique en un puñado de minutos.
Tras salir de su entrevista de trabajo, Merkel fue abordada por dos agentes del órgano de inteligencia de la República Democrática Alemana (RDA), la Stasi. Ambos le preguntaron si quería convertirse en ‘colaboradora no oficial’ y ella declinó. En la RDA, decirle no al régimen costaba muy caro.
“En ese instante, Angela definió el rumbo de su destino”, escribieron al respecto las periodistas colombianas Patricia Salazar y Christina Mendoza en la biografía que publicaron en el 2019 sobre la política.
Pocas semanas después, Merkel recibió la noticia de que habían rechazado su solicitud. Tras ello, decidió no evitar más Berlín, la ciudad en la que, años después e imbuida por la atmósfera de esperanza que inundó la capital tras la caída del muro, tomaría la decisión de enrolarse en política; primero, en el grupo Despertar Democrático; luego, en la CDU y, desde allí, hasta el cargo más importante del país, desde donde –en los últimos 16 años– ha ayudado a moldear no solo a Alemania, sino también a Europa.
Hoy, cuando el último de los 60,4 millones de alemanes llamados a sufragar deposite su voto, comenzará el final de la era Merkel. Por supuesto, la dispersión del sufragio que anticipan las encuestas y la compleja arquitectura política del país teutón podrían llevar a que la administración de la canciller se extienda por unos meses más. Sin embargo, lo más probable es que, independientemente de quién la reemplace, Alemania continuará sin sufrir mayores giros de timón.
Quizá la mejor manera de describir el mandato de Merkel sea recordando todas las crisis que tuvo que enfrentar y de las que, a pesar de tantísimas críticas, logró salir airosa: el descalabro económico del 2008-2009, las oleadas de refugiados de Medio Oriente que desbordaron Europa en el 2015, ataques terroristas de ISIS, la pandemia del COVID-19… todos, aprietos que la canciller logró sortear, con ese estilo en el que no sobraban ni la grandilocuencia ni la búsqueda frívola de aplausos.
Y es que, en un mundo en el que la política parece haber sido tomada por personajes cada vez más excéntricos, y en el que abundan los discursos de refundaciones, Merkel fue todo lo contrario. No apostó por experimentos, fue draconiana cuando tuvo que serlo y tomó decisiones aun sabiendo que le valdrían el rechazo de miles. A su vez, fue una firme creyente en una Europa unida y abierta en momentos en que el espacio comunitario se vio sacudido por los desajustes económicos, la llegada de refugiados y el ‘brexit’, y en tiempos en los que los movimientos que buscan romper con la Unión Europea han entrado con fuerza al debate político en países como Francia, Italia, Hungría, Polonia y la propia Alemania. Y es que hablamos de la misma persona que creció atestiguando el drama de un país partido en dos, y que llegó a afirmar en el 2015: “Viví mucho tiempo detrás de un muro como para desearlo de vuelta”.
Por supuesto que también hay muchas cosas que criticar a la canciller y a sus cuatro gestiones. En el balance, sin embargo, es evidente que las luces superan a las sombras. Y que hoy, Angela Merkel, esa joven tímida y provinciana, que se decidió por la física y la política cuando ambos eran territorios prácticamente negados para las mujeres, empieza a despedirse en momentos en los que el mundo necesita a más políticos como ella. Muy pocos entre los que han alcanzado tal nivel de poder pueden afirmar que se retiran con más palmas que críticas. Su legado, no cabe duda, le sobrepasará.
Adiós, canciller.