El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas es, por propia definición, un organismo intergubernamental dentro del sistema de esa institución “compuesto por 47 estados responsables de la promoción y protección de todos los derechos humanos en todo el mundo”. Como es obvio, incorporar en ese organismo a un Estado que, más bien, se ha caracterizado por violarlos sistemáticamente por más de medio siglo es un contrasentido y una burla para las personas que padecen esas violaciones. Por increíble que parezca, sin embargo, eso es lo que acaba de suceder con Cuba, país que ostenta el penoso récord de soportar la dictadura más longeva de Latinoamérica.
Hace más de sesenta años, en efecto, el régimen castrista convirtió la isla caribeña en un territorio en el que los atropellos a las libertades individuales son pan de cada día y la democracia no existe. A lo largo de todo ese tiempo, las noticias sobre fusilamientos y encarcelamientos de opositores, preludiados por procesos de caricatura y tributarios de la más rancia tradición estalinista, han pasmado periódicamente al mundo, levantando olas de protestas de las que solo se han exonerado los vergonzosos secuaces ideológicos de esa tiranía y los que se sienten, por alguna extraña razón, en deuda con ella.
Un falso espíritu de cuerpo regional, por ejemplo, parece haber inducido a conceder tal respaldo al bloque de países de Latinoamérica y el Caribe, en el que se incluye el Perú. Y así como la opinión pública de cada una de esas naciones se encargará seguramente de tomarle cuentas a su gobierno por semejante despropósito, nos toca a los peruanos hacer lo propio.
Irónicamente, hace un año el Grupo de Lima –una instancia compuesta por 14 estados americanos y establecida en el 2017 con el objetivo de “dar seguimiento y buscar una salida pacífica a la crisis en Venezuela”– emitió un comunicado en el que deploraba “profundamente que el régimen ilegítimo y dictatorial de Nicolás Maduro, responsable de muy graves violaciones a los derechos humanos”, hubiera sido elegido para integrar el mismísimo consejo que nos ocupa.
El régimen chavista, como se sabe, es una especie de retoño tardío pero recargado de la dictadura castrista; y, a pesar de ello, los estados firmantes de ese comunicado –entre ellos, desde luego, el nuestro– no encontraron objeción en secundar ahora el afán de esta última por repetir el cínico gesto de sus epígonos.
Hay que decir que, en este caso, la decisión de nuestra cancillería no ha sido una sorpresa. Desde hace semanas se sabía cuál iba a ser el sentido del voto del Perú sobre este particular en la ONU, y ante las demandas de una justificación para tan deplorable actitud, la respuesta oficial giraba siempre en torno a la supuesta necesidad de “honrar un compromiso” con Cuba, que apoyó la candidatura peruana para integrar la Comisión de Derecho Internacional en el 2016. Es claro, sin embargo, que ningún intercambio de favores diplomáticos debería eclipsar la adhesión de nuestro Estado a la vigencia de los derechos humanos.
Lo que ha ocurrido es algo más que una incoherencia con lo afirmado por el Grupo de Lima un año atrás: es un discreto acto de complicidad con la satrapía más caracterizada de nuestro continente.
Y no hay excusa válida para ello, pues nuestra política exterior no debería, bajo ninguna circunstancia, responder solo a alianzas o conveniencias ocasionales; máxime, cuando ellas suponen traicionar principios. Para estar a tono con la retórica futbolera de estos días, habría que decir que así no juega Perú… O por lo menos, no debería hacerlo.