Ayer, luego de semanas de tensión y de una campaña cargada de controversias, el país acudió a las urnas para elegir entre dos candidatos marcadamente distintos: Pedro Castillo y Keiko Fujimori. Una disyuntiva que, en honor a la verdad, estaba lejos de ser la ideal. Por un lado, el representante de Perú Libre defendió hasta el último día una propuesta estatista y con serios visos antidemocráticos. Por el otro, la aspirante de Fuerza Popular compitió sobre la base de un prontuario político poco feliz, marcado por el desempeño de su bancada entre los años 2016 y 2019. Así, la mayoría de los peruanos, más que entregarse con entusiasmo a su deber cívico, se vieron obligados a marcar por la opción que les fuese menos desagradable.
La jornada, empero, tuvo postales entrañables, como la de los adultos mayores desplazándose con dificultad para participar en la elección incluso cuando la ley los dispensaba de hacerlo.
Como era de esperarse, los resultados preliminares, como el conteo rápido de Ipsos, arrojaron números harto apretados, con una ligera ventaja para Pedro Castillo. En todo caso, un escenario que hace que sea muy temprano para decretar, con seguridad, al ganador de esta contienda y que nos obliga a guardar la calma hasta que las autoridades electorales se pronuncien tras escrutar todos los votos.
Mientras tanto, la ciudadanía y los políticos en liza tienen nuevas responsabilidades en sus manos. Será clave, por ejemplo, que se aplaquen los gritos de fraude que en los últimos días (sobre todo ayer) empezaron a sonar sin demasiado sustento. Es cierto que hubo irregularidades que supusieron, por ejemplo, la detención de un personero de Perú Libre, pero mientras este tipo de eventos hayan sido aislados y no haya pruebas de una conspiración más extendida, acusar que el proceso estuvo amañado no hace más que mellar innecesariamente nuestro sistema democrático. Esta es una actitud que debería asumir con especial ahínco Keiko Fujimori en caso se confirmase su derrota, toda vez que desde hoy debería empezar a desempeñarse como cabeza responsable de la oposición.
De la mano con lo anterior debe venir, también, el respeto escrupuloso de los resultados electorales. Uno de los pilares fundamentales del sistema democrático es la conducción de estos procesos para que el país pueda elegir a sus autoridades. Aceptar el desenlace del sufragio es, pues, aceptar la voluntad del país. A pesar de que la polarización de la contienda deja a una mitad de la población insatisfecha, la derrota es tan parte de este tipo de trances como la victoria y debe quedar claro que el ejercicio de la ciudadanía no se agota en la emisión de un voto, este es apenas el comienzo. Todos los peruanos, ya sea que su candidato haya ganado o no, tienen la obligación de mantenerse vigilantes para exigir a quienes nos lideran que cumplan diligentemente con sus obligaciones y que defiendan a rajatabla el Estado de derecho y la Constitución.
Quizá no haya mejor oportunidad que estas elecciones, y el incómodo balotaje al que nos expuso, para poner en práctica esto último que decimos. La desazón por el resultado debe canalizarse a través de los canales que la democracia nos entrega para presionar a nuestros legisladores y para forzar que nuestros intereses sean protegidos. La violencia o los llamados a ella no son admisibles; ello es antidemocrático y corroe los cimientos institucionales que tenemos que preocuparnos por fortalecer, sobre todo si se cree que el gobierno electo puede ponerlos en riesgo.
El nuevo jefe del Estado, por su lado, debe entregarse a unir un país que ha quedado dividido. Su misión no es únicamente con sus votantes –pues habrá muchos que hayan optado por él o ella para cerrarle el paso a su adversario–, sino para con la nación que el 28 de julio pasará a encarnar. El Perú, sus instituciones y su democracia deben ser más grandes que cualquier fricción electoral.