Cualquier intento de resumen de los males que aquejan al Perú de hoy será, necesariamente, incompleto y arbitrario. Pobreza, subempleo, informalidad, corrupción, populismo y un largo etcétera comparten causas y consecuencias que se retroalimentan en ciclos que trascienden años y décadas. En la raíz del problema, sin embargo, se puede encontrar el pecado de origen: la debilidad institucional.
Los últimos y turbulentos años han resaltado, como pocas veces en la historia reciente, la precariedad institucional sobre la que está sentada la estructura política y social del Perú. El resultado de las elecciones del 2016 encontró a un país poco preparado para la coexistencia de un Ejecutivo sin pericia política y un Congreso de oposición férrea y hostil. El naufragio del presidente Pedro Pablo Kuczynski fue la consecuencia, y tuvo como telón de fondo una tormenta judicial a partir del escándalo Lava Jato que sepultó buena parte del ‘establishment’ político tradicional y que seguirá teniendo consecuencias. Así, y antes que termine el mismo período presidencial, otra crisis política monumental sacudió al país cuando el presidente Martín Vizcarra anunció, en una polémica interpretación constitucional, la disolución del Congreso. La conformación del nuevo Legislativo, fruto de las elecciones parlamentarias extraordinarias, puso en evidencia un país a la deriva, sin liderazgos ni visiones claras, y que no se podía poner de acuerdo consigo mismo.
No solo sucede en la política partidaria. En el campo de las políticas públicas, la debilidad institucional del aparato estatal ha sido la principal responsable de que no se completen las tareas más elementales. Salud, educación, infraestructura, seguridad ciudadana, justicia y otras responsabilidades básicas del sector público tienen la misma agenda de reformas pendientes que hace veinte años. Con pocas excepciones, la corrupción, la burocracia, el compadrazgo y la mediocridad han barrido la gestión pública. Debilidad institucional es un Estado paralizado por su propia incapacidad.
El sector privado y la sociedad civil tampoco pueden dar aquí el ejemplo. Gremios empresariales, sindicatos, medios de comunicación, universidades, entre otros, adolecen de la misma fragilidad institucional que tienen los representantes políticos que muchas veces critican. Esta debilidad, decíamos, es la madre de los problemas.
Y la pandemia ha empujado esta situación a límite. En la búsqueda frenética de soluciones inmediatas, responsabilidades, culpas y expiaciones, empiezan a saltar las pocas costuras institucionales que nos quedan. Un Congreso ya sin control propio, un Ejecutivo desbordado y una sociedad empobrecida y asustada son los actores del nuevo elenco con el que enfrentaremos el último año previo al bicentenario.
Pero precisamente en estos momentos, en estas situaciones críticas, es cuando son más necesarios los cimientos institucionales. Las reglas, los derechos, las obligaciones, y todo el bagaje republicano no solo deben haber sido construidos para aguantar embates de esta envergadura, sino sobre todo para encauzar su solución.
Al Congreso le toca preparar la cancha, de manera responsable, para las elecciones generales del 2021; no inclinarla o servirse a sí mismo. La fiscalía debe trabajar con acuciosidad, pero sin sesgos. El Ejecutivo tiene que recuperar la confianza ciudadana y empezar a mostrar resultados tanto en el campo económico como de la salud –la gestión es su trabajo, y ha venido fallando en él–. Los medios de comunicación debemos reafirmar nuestro compromiso de informar con objetividad e integridad. Y la población, en general, debe asumir que la reducción de los riesgos de contagio es ahora su responsabilidad, al igual que la elección de los líderes políticos que tendremos a partir del próximo año.
En momentos de confusión y voces altisonantes, los cauces institucionales mínimos son la mejor guía. Si su ausencia fue el problema de fondo, por recuperarlos empieza la solución.