La idea de establecer la pena de muerte para los violadores vuelve cíclicamente al debate nacional. Y cíclicamente, también, quienes la promueven y quienes la rechazan repiten sus argumentos. Mientras los primeros se muestran convencidos de que solo una amenaza así de severa podrá disuadir a tanto miserable de cometer el horroroso crimen del que hablamos, los segundos argumentan que no se puede combatir la barbarie con barbarie y cuestionan con cifras la pretendida efectividad de la medida. Al final, el casi intransitable camino legal que haría falta recorrer para ponerla en vigor –denunciar la Convención Americana sobre Derechos Humanos y aprobar una reforma constitucional– acaba siempre determinando que la discusión sea dejada de lado… por un tiempo.
Ocurre que, alimentada por la rabia que produce la forma en que tantas veces se libran de toda sanción, la propuesta de aplicar la pena capital a los violadores es popular. En las calles y en las encuestas (un sondeo nacional de Ipsos de febrero del 2018, por ejemplo, registró un 87% a favor de la pena de muerte para violadores de menores de edad que causasen la muerte a sus víctimas). Y en consecuencia, los políticos hambrientos de popularidad desempolvan la iniciativa y la vuelven a agitar para lucir favorables a ella, aunque sepan que es impracticable.
Pues bien, daría la impresión de que eso es exactamente lo que hizo este domingo el presidente Martín Vizcarra. Como se sabe, en medio de una coyuntura que ha revivido la indignación contra esos criminales, el mandatario respondió a una pregunta periodística sobre el posible poder disuasivo de la referida sanción con un equívoco “hay que analizar todas las opciones”. Y luego, ante la insistencia de un reportero, agregó: “Hay que evaluarlo […]; el tema es un cambio normativo que pasa por el Congreso”.
Por supuesto, en menos de 24 horas y de manera casi unánime, abogados constitucionalistas de toda procedencia salieron a recordarle los problemas que antes mencionábamos y a calificar la propuesta de inviable. Pero estamos seguros de que eso el jefe de Estado ya lo sabía.
¿Por qué, entonces, podría haberse sentido tentado a introducir una vez más en el debate una idea con escasas posibilidades de materializarse? ¿Y por qué, además, en un momento en el que la atención del país está más bien centrada en problemas de salubridad pública y de reforma política?
La respuesta, en realidad, ya la hemos esbozado líneas atrás: para beneficiarse con la popularidad de la que goza la medida. Nótese que para ello ni siquiera necesitaba pronunciarse abiertamente a favor de ella: bastaba que dejase la puerta entreabierta, como en efecto hizo. Y que deslizase, de paso, que las dificultades que pudiera encontrar la propuesta en el camino serían responsabilidad del próximo Parlamento. Todo el beneficio para sí y todo el costo para los otros. Una jugada política casi redonda.
En las próximas semanas deben aparecer las encuestas que, mes a mes, miden la aprobación del mandatario. Y llegar a ellas en la estela de los problemas que se hicieron evidentes con la negada crisis ministerial por las negociaciones con Odebrecht no era el mejor de los escenarios. No se puede afirmar, por cierto, que esa haya sido la causa del flirteo presidencial con la controvertida iniciativa, pero la tentación de interpretar el gesto político bajo esa clave es considerable.
El presidente, por lo demás, ha dado ya repetidas señas de tener una particular sensibilidad en lo que concierne a su popularidad. Sus marchas y contramarchas en asuntos como el del retorno de la bicameralidad y las licencias a determinados proyectos mineros, por citar solo dos ejemplos, han dado elocuente testimonio de ello.
No es verosímil, por lo tanto, que este enésimo paseo alrededor del tópico de la pena de muerte para los violadores se traduzca en algo concreto o relevante. Solo, quizás, en algunos puntos en las encuestas. Y eso de importante no tiene nada.