“El olor que desprende un derrame de petróleo es tan impactante como las manchas negras que evidencian el desastre”, escribía ayer en este Diario Francesca García, nuestra enviada especial al distrito de Morona, provincia de Datem del Marañón, Loreto. Como se sabe, el lugar fue escenario donde cerca de mil barriles de petróleo se filtraron por una grieta del Oleoducto Norperuano. Días antes había ya ocurrido un primer derrame en Chiriaco, provincia de Bagua, Amazonas, que afectó los ríos Inayo, Chiriaco y Marañón.
Las consecuencias ambientales de estos accidentes han sido terribles –más de tres mil barriles esparcidos por selva virgen–, y el responsable en ambos casos es el mismo: la empresa estatal Petro-Perú. Si bien es cierto que un barril de petróleo derramado por una compañía pública no contamina más que el mismo barril derramado por una empresa privada, sí hay razones de peso para prestar especial atención a los desastres ambientales que tienen como protagonista a una institución que pertenece a todos los peruanos.
En primer lugar, cuando el responsable del pasivo ambiental no es una concesión privada sino parte del aparato estatal, se erosiona profundamente la legitimidad y confianza en el Estado de sectores de la población que tienen ya pocos o ningún vínculo con los servicios públicos, más allá del desastre ecológico que deja a su paso.
En segundo lugar, es clave reconocer que el esquema de incentivos que enfrenta una empresa pública la puede hacer más propensa a soslayar las medidas de seguridad necesarias para mantener una operación viable en el largo plazo. Es razonable, pues, que una empresa privada cuyos gerentes responden a accionistas interesados en preservar el valor de sus activos y en mantenerse libre de multas y controversias tenga un desempeño más cuidadoso que una empresa pública en la que los accionistas finales somos todos –que es otra manera de decir, nadie–.
La obsoleta infraestructura de Petro-Perú y su desidia respecto al plan de adecuación pendiente del 2007 –factores que, según el ministro del Ambiente, Manuel Pulgar-Vidal, posibilitaron estos eventos– son prueba de ello.
En tercer lugar, los errores de Petro-Perú son doblemente costosos, ya no en términos ambientales sino financieros. No solo pagamos los contribuyentes el costo de la innecesaria refinería de Talara (proyecto de más de US$3.500 millones) y las pérdidas de S/218 millones de la empresa en el 2014. Pagamos también el sistema de fiscalización del Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minería (Osinergmin), del Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) y del Ministerio del Ambiente, encargados de investigar y sancionar desastres como los ocurridos y, por qué no, también las multas que en esencia pasan de una partida del Estado a otra. Movilizar al aparato estatal para detectar, corregir y sancionar no es, pues, insignificante. Es el Estado de recursos limitados controlando al Estado negligente y disfuncional, y, en el medio, la billetera de los contribuyentes.
Si bien algunos políticos y organizaciones de defensa del medio ambiente han manifestado su legítimo rechazo e indignación por los derrames, no deja también de llamar la atención el silencio o pasividad con los que otros han tomado la noticia. Sobre todo en vista de que en ocasiones anteriores, cuando la involucrada era una empresa privada, las críticas descarnadas contra el “sistema extractivista” no tardaban en llegar.
En suma, el comportamiento negligente de Petro-Perú no debe ser pasado por agua tibia. Muy por el contrario, se debe exigir que, si la compañía pública va a existir a costa y en representación de todos los peruanos, se ciña a los más altos estándares de responsabilidad ambiental y financiera. Lo contrario es continuar destinando los limitados recursos del Estado a solventar y fiscalizar aventuras empresariales peligrosas basadas en justificaciones tan obsoletas como su infraestructura.