No deja de haber una triste ironía en el hecho de que un país cuyo presidente es maestro y cuyo partido en el gobierno tiene como símbolo un lápiz sea uno de los últimos en abordar el asunto del regreso a las aulas. Desde que comenzó la pandemia, expertos alrededor del mundo han advertido sobre el daño irreversible que la educación remota –implementada en nuestro país como un parche de emergencia– infligirá a nuestros escolares. Al presidente Pedro Castillo, lamentablemente, este asunto parece no quitarle el sueño.
Según informó Unicef esta semana, el Perú se ubica a la zaga de los países de la región cuyos alumnos se están beneficiando de la presencialidad. Así, mientras Argentina (94%), Chile (88%), Colombia (60%) o México (53%) tienen a más de la mitad de sus estudiantes asistiendo presencialmente a clases, en nuestro país apenas llegamos al 4,4%. Este lunes, Venezuela, un Estado fallido, reabrió las escuelas. Aquí, sin embargo, seguimos deshojando margaritas.
El tema, en realidad, parece tener poco que ver con cuestiones sanitarias o con el acondicionamiento de espacios. Como explicó nuestra columnista Norma Correa en un artículo publicado ayer en este Diario, “en nuestro país, solo 8.887 escuelas ofrecen el servicio educativo semipresencial, a pesar de que 96.578 escuelas se encuentran habilitadas para brindarlo”. Además, según informó el Ministerio de Educación (Minedu), hasta el 24 de octubre, el 84% de profesores de educación básica ya había recibido las dos dosis de la vacuna contra el COVID-19 (en el caso de las escuelas superiores técnicas y pedagógicas, el porcentaje era prácticamente el mismo, mientras que para la educación universitaria llegaba hasta el 87%).
Investigaciones en otros países no han encontrado evidencia de que la reapertura de colegios se haya traducido en un disparo de los contagios por COVID-19 entre los estudiantes. De hecho, según Unicef, solo el 6% de casos registrados de contagio en el ámbito mundial están vinculados a niños y adolescentes de entre 5 y 14 años.
Tampoco parece que esta circunstancia se deba a la resistencia de los padres de familia o de los docentes. Según una encuesta de Datum de julio último, el 69% de padres de familia enviaría a sus hijos a clases si este proceso fuera “voluntario y cumpliendo todos los protocolos”. El porcentaje, además, va en incremento conforme desciende el nivel socioeconómico, pues mientras el 57% de los padres en el NSE A/B está de acuerdo con el regreso a la presencialidad, en el NSE E el apoyo llega hasta el 76,4%. Del mismo modo, según la encuesta nacional a docentes de instituciones educativas públicas (ENDO) realizada entre noviembre y diciembre del año pasado, el 87% de maestros afirmaba que retornaría a las aulas en el 2021. Quien sí se ha manifestado en contra del regreso a las aulas ha sido la cúpula del Sutep… pero apelando a medias verdades en un comunicado difundido dos días atrás.
El nudo, entonces, parece encontrarse en la falta de decisión política por parte del Ejecutivo. Lamentablemente, para el presidente Castillo las prioridades en materia educativa parecieran estar enfocadas en fortalecer a una facción del magisterio afín a sus intereses en lugar de abordar esta urgencia, tal y como lo demuestra la designación de Carlos Gallardo en el Minedu en reemplazo de Juan Cadillo.
El lunes, durante su presentación ante el Congreso para solicitar el voto de investidura, la presidenta del Consejo de Ministros, Mirtha Vásquez, anunció que “la meta planteada es que para marzo del 2022 se retorne a la presencialidad, de modo que, para julio del 2022, el 99% de instituciones educativas atiendan plenamente”. Diversos especialistas han advertido que, para cumplir dicho objetivo, nuestras autoridades tienen que comenzar a tomar decisiones ya mismo.
Si nuestros políticos no muestran señales de abordar el asunto con la seriedad que amerita, entonces somos los ciudadanos los que debemos exigirlo. Después de todo, lo que está en juego aquí no es otra cosa que el futuro no de una, sino de varias generaciones.