Las incriminaciones cruzadas entre el Ejecutivo y el Legislativo y las dificultades de la crisis política que vivimos desde hace meses se han convertido en el expediente más socorrido por nuestras autoridades para tratar de librarse de –o por lo menos atenuar– la responsabilidad que les toca en las omisiones o desaciertos en la parcela de gobierno que depende de cada una de ellas. El intento del expresidente Martín Vizcarra de responsabilizar al Parlamento del hecho de que, durante su gestión, nuestro país no cerrase a firme trato alguno con los laboratorios que estaban desarrollando la vacuna contra el COVID-19 ha sido la muestra más extrema de esa práctica, pero no la única.
En estos días, hemos asistido a actitudes similares de parte de diversos representantes del Legislativo, que, como se sabe, no cesa de aprobar leyes que luego el Tribunal Constitucional (TC) debe dejar sin efecto por las inconstitucionalidades que entrañan. La de la suspensión del cobro de peajes durante la etapa más dura de la cuarentena y la de los ascensos automáticos en el sector salud son los ejemplos que vienen inmediatamente a la mente, pero hay otros, como el de la ley sobre la “devolución” de los aportes a la ONP, que solo esperan su turno para correr igual suerte.
Llaman la atención, en ese sentido, algunas de las respuestas ofrecidas por la presidenta (encargada) del Congreso, Mirtha Vásquez, en una entrevista concedida este fin semana al diario “Perú21”, en las que trata de justificar la mala calidad de las iniciativas legales aprobadas por el Parlamento con la excusa de que aquello sería producto del apuro.
“Yo creo que lo que resuelve el TC no solamente es una llamada de atención al Congreso, sino también al Ejecutivo. Si es que la ley no sirve o la ley que aprobó el Congreso no es la más adecuada, se tiene que buscar una salida entre Ejecutivo y Legislativo”, declara ella en la mencionada entrevista. Para más adelante, en alusión expresa al nuevo régimen de promoción a la agroexportación que discute actualmente la representación nacional, agregar: “Si tuviéramos más tiempo, sería lo ideal, pero en este momento tenemos que sacar una norma porque se está acabando el año […]. Luego se pueden generar mesas de negociación para ver qué condiciones pueden ir variando”.
Dos argumentaciones que, en resumidas cuentas, equivalen a decir: las leyes serán malas, pero la culpa no es solo nuestra y, en cualquier caso, son consecuencia del apuro. Una postura que, en honor a la verdad, no tiene cómo sostenerse.
En primer lugar, porque el Ejecutivo no puede ser responsabilizado por lo que se aprueba en el hemiciclo (muchas veces, además, ignorando sus advertencias). Y en segundo término, porque el apremio no puede servir de coartada para un trabajo defectuoso. “Despacio que vamos apurados” reza un viejo dicho que nos recuerda lo mala consejera que es la precipitación en cualquier circunstancia… y que encuentra una expresión paradigmática en las normas hechizas y absurdas que el Congreso aprueba semana tras semana con mayorías ruidosas.
Aprobar iniciativas equivocadas para luego corregirlas sobre la marcha tiene muchos costos. Pero quizás el principal sea que refuerza la percepción que existe entre la ciudadanía de que las reglas que dicta la autoridad nunca son aquí definitivas y, por lo tanto, la obligatoriedad de su cumplimiento es relativa.
La idea de que la rapidez del proceso legislativo es una virtud en sí misma, con prescindencia del resultado, parece ser la cosecha de la búsqueda del aplauso fácil e inmediato en la que se han embarcado desde el inicio de este período parlamentario varias bancadas y sus líderes. Comprobar de pronto, sin embargo, que la propia titular del Congreso participa de esa lógica le da al problema una dimensión distinta y obliga a redoblar la guardia frente a tanta incuria, frivolidad y ligereza.