Hace dos días, un nutrido grupo de padres de familia, estudiantes, docentes y organizaciones del sector llegaron hasta los exteriores de la sede central del Ministerio de Educación (Minedu), en Lima, para solicitar el regreso a las clases presenciales voluntario, flexible, progresivo y con las medidas de bioseguridad pertinentes. Dicho pedido es apoyado por distintas voces autorizadas, que van desde organizaciones internacionales como Unicef (que ha advertido que “la experiencia a nivel internacional demuestra que un cierre prolongado de escuelas puede afectar negativamente a toda una generación en el corto, mediano y largo plazo”) hasta varios de nuestros corresponsales escolares repartidos por casi todo el país, que han escrito al respecto. Desde este Diario, por supuesto, nos unimos a su reclamo.
Y es que, entre todas las formas en las que el COVID-19 aún altera la rutina de la nación, probablemente la más relevante sea el impedimento del retorno normal a clases. Solo en el sistema escolar de educación básica regular se cuenta al menos a ocho millones de estudiantes –esto es, un cuarto de la población del país– que llevan casi un año y medio siguiendo una metodología de interacción con muchas limitaciones en lo académico y emocional.
El Ministerio de Educación (Minedu) indica que, a la fecha, menos del 3% de escolares realiza clases semipresenciales. La gran mayoría continúa con sus herramientas de educación a distancia, que van desde una buena conexión a Internet en el caso de las familias de mayores recursos, hasta una radio para las familias más vulnerables, lo que agrava la inequidad en el acceso a educación de calidad.
Con ello, de acuerdo con la Unesco, el Perú se ubica a la zaga de los países de la región en cuanto a reapertura de escuelas. Aparte del daño irreparable en términos de aprendizaje y crecimiento personal de los estudiantes, los padres de familia deben lograr un equilibrio imposible entre sus vidas laborales, de un lado, y el cuidado y acompañamiento en el aprendizaje del alumno, del otro.
Esto, sin embargo, no parece un asunto que amerite demasiada urgencia para el actual Gobierno. El presidente Pedro Castillo anunció que abrirán “las puertas de las escuelas cuando garanticemos la vacuna a todos los peruanos”, meta que, como se sabe, tiene un cronograma bastante lejano e incierto. Por su lado, el presidente del Consejo de Ministros, Guido Bellido, fue tajante en anunciar que este año no se darían clases presenciales. Y anoche el ministro de Educación, Juan Cadillo, anunció que este año tendríamos clases ‘semipresenciales’ (sin embargo, no dio fechas precisas y, como se sabe, el porcentaje de colegios que vienen funcionando bajo esta modalidad en el país es todavía muy pequeño).
Es paradójico que, mientras otros espacios públicos vinculados con el comercio o entretenimiento –como los centros comerciales o próximamente los estadios de fútbol– son habilitados progresivamente para volver a la normalidad, un servicio social básico como la educación permanezca casi con el mismo nivel de restricciones totales que al inicio de la pandemia. En vista de la obvia urgencia por retornar a clases, otros países han ido trabajando gradualmente en el acondicionamiento de escuelas y protocolos de protección para minimizar contagios –incluyendo la vacunación prioritaria a docentes y personal administrativo básico–. El Perú, sin embargo, aparece aquí como una excepción. En cálculos del Gobierno, más fácil que la habilitación progresiva y responsable de escuelas sería cargar la responsabilidad de aprendizaje y bienestar emocional a las familias y a instituciones educativas poco preparadas para el vínculo remoto con el estudiante.
El posible rebrote de contagios a partir de la tercera ola es una realidad sobre la que se debe actuar con mucha precaución, pero eso no ha significado –por el momento– una nueva parálisis total de las actividades presenciales del país. Más bien, a lo largo de estos meses nos hemos tenido que ir acomodando y aprendiendo a prevenir contagios en muchas actividades cotidianas mientras avanza el proceso de vacunación. Y exactamente lo mismo debería suceder con la educación.