El sistema de balance democrático funciona adecuadamente en la medida en que un poder del Estado enmiende los excesos u omisiones de otro. En los últimos años, de hecho, se han visto numerosos ejemplos de controles entre instituciones públicas que han servido para corregir equivocaciones obvias.
Nada de esto, sin embargo, sucedió con la reciente exoneración del IGV a ciertos productos alimenticios. En un contexto de inflación creciente y movilizaciones sociales, el Ejecutivo envió al Congreso un proyecto para tal fin, que incluía una lista de alimentos de la canasta básica y su cadena de producción por un período de tres meses. Los legisladores, lejos de acotar la medida para hacerla más compatible con los compromisos fiscales del país y más efectiva sobre la población vulnerable, hicieron lo contrario: expandieron de manera innecesaria su alcance y duración, incluyendo a productos que no pueden considerarse de primera necesidad (como el lomo fino o los ravioles). Así, lo que ya era una idea debatible la convirtieron en una muy difícil de justificar.
Las razones son varias. En primer lugar, debido a que el debate parlamentario careció de discusión técnica, no se ha estimado con detalle el impacto total de las nuevas disposiciones ni los posibles efectos secundarios. De acuerdo con el titular del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), Óscar Graham, “la propuesta que fue aprobada no fue finalmente discutida. Si ustedes ven, la propuesta que tenemos es una propuesta distinta a la que fue aprobada”. El ministro ha sido citado hoy al Congreso para comentar sobre el asunto, pero es inevitable preguntarse si no hubiese sido más conveniente citarlo antes de aprobar la medida y no después.
En segundo lugar, diversos especialistas apuntan a que el impacto de la exoneración del IGV sobre los precios a los consumidores será limitado. Dada la extendida informalidad, los sistemas de distribución con intermediarios y la incertidumbre sobre hasta qué parte de la cadena de producción llegan las exoneraciones, lo más probable es que los precios finales no se reduzcan en la misma proporción que el impuesto exonerado. Esto puede generar un serio problema de expectativas frustradas entre quienes esperan una reducción marcada de los precios en su próxima visita al mercado.
En tercer lugar, la medida beneficiaría en mayor proporción a familias en mejor situación económica. Estas últimas tienden a realizar más compras por canales formales (afectos a impuestos) y compran mayores cantidades de los productos exonerados, por el que el gasto tributario iría en mayor proporción para ellos. Si el Gobierno y el Congreso querían ayudar a las familias en situación de vulnerabilidad, existían otras salidas más focalizadas y menos costosas para el fisco.
Finalmente, la experiencia enseña que las exoneraciones temporales de impuestos son difíciles de revertir. La Ley de Promoción Agraria y las exoneraciones de la selva son ejemplos claros. ¿De verdad serán capaces este gobierno y este Congreso de permitir a fin de año que el IGV se restituya en los productos exonerados, incluso si eso implica un alto costo político? ¿O se verán demasiado tentados a extender la medida? En general, esta reciente exoneración ha sido un muy mal precedente para la estabilidad de la política tributaria del país: el IGV representa casi la mitad de la recaudación tributaria total y permitir que su base sea erosionada sin mayor justificación técnica debería ser señal de alarma.
El Congreso, pues, en vez de corregir la propuesta del Ejecutivo, optó por profundizar en sus aspectos más controversiales para ganar algo de popularidad en el camino. El resultado es un poder del Estado que no solo habilita los errores de otro, sino que los hace más graves en beneficio propio.