Quienes no sienten los mismos sentimientos que las personas homosexuales ni enfrentan las mismas circunstancias de vida que se les presentan a estas suelen plantearse el tema de los derechos de las parejas del mismo sexo desde una pregunta que, pese a sus muchas variaciones, en el fondo siempre es la misma: ¿Qué pienso yo sobre la homosexualidad?
A pocos se les ocurre hacerse otra interrogante que tendría que ser previa: ¿Por qué es relevante lo que yo piense de un grupo de personas para saber si sus integrantes deben tener derecho a celebrar un acuerdo que solo atañe a sus partes y que en nada limita, por tanto, mi propia libertad?
Plantearse esta segunda pregunta antes que la primera no requiere conocer con alguna cercanía la realidad de las personas homosexuales que desean casarse ni requiere sentir empatía hacia estas (por mucho que la empatía no debiera ser tanto pedir cuando hablamos de seres humanos).
No requiere, por ejemplo, conocer a Jack Evans y George Harris, quienes, después de haber pasado 53 años juntos, se convirtieron en la primera pareja del mismo sexo en casarse en Dallas este viernes. El mismo día en que la Corte Suprema de EE.UU. declaró inconstitucional cualquier prohibición al matrimonio homosexual. Tampoco requiere hacer un esfuerzo por ponerse en su piel. No. Requiere solo un poco de humildad y de respeto. De humildad ante el misterio de la realidad íntima de cada cual y de respeto por el prójimo y su individualidad. En otras palabras, requiere sentir que ser mayoría no lo pone a uno en posición de poder juzgar la autenticidad y validez de los deseos y sentimientos que la realidad interior de cada uno pueda contener; ni, mucho menos, de impedir a otros entrar en los acuerdos que, inspirados en estos sentimientos y deseos, puedan querer celebrar.
Y, sin embargo, son una legión las excusas que buscamos para vadear esta humildad y este respeto. Excusas tan pobres como omnipresentes. Por ejemplo, decimos: El matrimonio homosexual no trata solo de los homosexuales, nos afecta a todos porque significa “la destrucción de la familia”. Esto, por mucho que es una incógnita la exacta forma en la que la posibilidad de casarse de una pareja homosexual pone en riesgo a los matrimonios heterosexuales presentes o futuros. Por lo pronto, ¿se ha destruido la familia tradicional en los países que hace ya años permiten el matrimonio homosexual? ¿Ha colapsado la sociedad en Dinamarca? ¿Y qué tal en la más cercana Uruguay?
También decimos que el matrimonio homosexual sí afecta derechos de muchos terceros porque atenta contra su “libertad religiosa”. Pero, curiosa libertad resulta siendo la religiosa si es que se extiende al poder de usar la ley para que uno se asegure de que quienes no tienen sus mismas creencias vivan sus vidas de acuerdo con ellas.Curiosa, por cierto, también desde el punto de vista interno de la fe. ¿Así es como Dios quiere que los otros lo “sigan”? ¿Que lo hagan porque la ley no les deja otro camino? En una intensa búsqueda de argumentos con los cuales maquillar nuestros prejuicios, acostumbramos afirmar, asimismo, que ahí donde no hay “apertura” a la procreación no puede haber matrimonio. Pero no se explica entonces cómo sí se llama matrimonio al que celebran quienes ya han pasado su edad reproductiva.
Los argumentos abundan, y son muchos los lugares –incluyendo grandes secciones de Estados Unidos– en donde son compartidos por las mayorías. Y eso es precisamente lo que hace que esta decisión de la corte sea tan notable: que, en su manera de abordar el tema, el máximo tribunal norteamericano ha hecho saber, en la cara de los jueces que disintieron afirmando que esto era como “un golpe de Estado contra la democracia”, que la Constitución no está ahí simplemente para hacer de canal de lo que sea que desee la mayoría; sino que está ahí para proteger la libertad del individuo contra los abusos que el Estado (o los estados) quiera cometer contra ella, tengan el apoyo de las mayorías o no.
Por otra parte, al dar a la unión homosexual idéntico tipo de reconocimiento legal al que tienen las parejas heterosexuales, la corte ha marcado un hito y ha hecho lo contrario de lo que, lamentablemente, se intenta en países como el nuestro. Es decir, en países en los que, con proyectos “ad hoc” para darle algún tipo de forma legal a la unión homosexual, se busca consagrar implícitamente en la ley que estas uniones tienen un estatus diferente que las heterosexuales o “reales”, y se prejuzga así la calidad de los sentimientos y del compromiso en el que las primeras se basan. Como bien lo puso el juez Kennedy en la sentencia que escribió para la corte: Este caso no trata solo de personas que creen en el matrimonio y “tienen la esperanza de no estar condenadas a vivir en soledad”, sino de personas que quieren que sus uniones “tengan la misma dignidad ante los ojos de la ley”.
El fallo de la corte, en fin, ha desatado una serie de felicitaciones “a la comunidad gay” por parte de innumerables instituciones y personas. Las felicitaciones, sin embargo, debieran ser más amplias. Es un error pensar que los derechos de las minorías indican solo cómo les está yendo a ellas. En realidad, nos dicen qué tan bien o mal lo estamos haciendo todos, en la medida en que reflejan cuán justo –o injusto– estamos haciendo al mundo en el que vivimos. Este viernes Estados Unidos se hizo un país un poco más justo. Ojalá que pronto pueda hacer lo propio el Perú.