Las últimas dos décadas han sido de buenas relaciones generales entre el Perú y sus países vecinos. Luego de la Guerra del Cenepa de mediados de los años 90, el país ha mantenido intercambios diplomáticos amistosos o, por lo menos, cordialmente institucionales con los países cercanos –incluyendo la disputa por la delimitación marítima en la frontera con Chile, resuelta en la Corte de La Haya–. Por su seriedad y consistencia, en la región la diplomacia peruana ha logrado una posición de liderazgo y respeto entre pares.
Esa tradición de respeto y cordialidad la echaron a perder la semana pasada los gobiernos de Argentina, Bolivia, Colombia y México con un infame comunicado en apoyo al golpista Pedro Castillo. Como mencionamos entonces, el texto muestra, en el mejor de los casos, una completa desconexión de la realidad y, en el peor, una tosca manipulación de esta.
El comunicado no fue el fin de los agravios. La actitud subsiguiente del mandatario mexicano, Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, ha sido lamentable. No solo impulsó un ofrecimiento de asilo al expresidente Castillo, sino que ha criticado con aspereza la manera en que el Perú intenta manejar las protestas violentas y reconoce aún al golpista como jefe del Estado.
Entre todos los firmantes, sin embargo, ha sido Gustavo Petro, presidente de Colombia, quien ha llevado la intromisión internacional y la desfachatez política a niveles inauditos. En sus redes sociales, el mandatario colombiano ha compartido de forma diaria publicaciones profundamente divisivas y tergiversadas sobre lo que sucede en nuestro país. Irrespetuoso con las fuerzas del orden peruanas, grosero con los políticos opuestos a Castillo, maniqueo a cada comentario al paso, Petro ha traspasado rápidamente todos los límites que la diplomacia profesional y la sana vecindad recomiendan.
No debería dejar de preocupar que las absurdas líneas de defensa que ha ensayado el expresidente Castillo hayan sido adoptadas por países con servicios diplomáticos que se perciben como serios (Cuba y Venezuela también las adoptaron, pero hay que decir que, en honor a la verdad, no hay ninguna sorpresa ahí). En una reciente entrevista para revista “Semana”, el líder colombiano dijo que a Castillo “lo tumban, entre otras razones, porque es de la sierra, porque es pobre”, profundizando el discurso de victimización que el gobierno pasado cultivó por año y medio. De las causas abiertas de Castillo en la fiscalía por corrupción y crimen organizado, ni una palabra.
Confrontado entonces por la periodista de la revista sobre las acusaciones de corrupción alrededor del expresidente peruano, Petro atina a decir que Castillo “no está procesado por corrupción”. “¿Dónde está la condena de un juez?”, se pregunta retóricamente, pasando por alto las voluminosas denuncias de la fiscal de la Nación y también que Castillo cometió un delito serísimo en televisión nacional y luego intentó escapar de su responsabilidad huyendo cobardemente a la embajada mexicana. ¿Las leyes colombianas no pedirían detención para casos así? Luego, en el colmo de la perversión histórica, Petro dibuja un grotesco símil entre la vacancia –constitucional y correcta– de Pedro Castillo y el golpe militar de Augusto Pinochet en contra del presidente chileno Salvador Allende de 1973. Una equiparación que solo puede provenir de alguien en cuya mentalidad la noción de democracia ha sido pervertida.
Es triste para el Perú haber perdido la buena relación que históricamente se ha tenido con Colombia y con otros países firmantes del comunicado, e hizo bien el gobierno de la presidenta Dina Boluarte en llamar en consulta a los embajadores peruanos ahí destacados. Pero debe ser aún más triste y preocupante para estos países ser gobernados por líderes incapaces de distinguir o condenar un golpe de Estado aun si este sucede en vivo en cadena nacional.