No hace ni dos meses que Pedro Castillo dio un golpe de Estado en señal abierta y los esfuerzos para justificarlo proliferan. Es cierto que, en la medida en que hubo quienes repetían la cantaleta aquella de que no había indicios de corrupción en su contra cuando estos aparecían prácticamente cada semana, uno podía prever que no faltarían quienes defenderían su zarpazo contra la democracia a prueba de todo. Lo que sí ha sorprendido, aunque no decepcionado considerando de quienes ha venido, es ver la cantidad de gobiernos latinoamericanos que se han lanzado al operativo de lavarle la cara al golpista. Y en esta tarea una de las que viene destacando es la presidenta hondureña, Xiomara Castro.
El último martes, durante la cumbre de la Celac, la mandataria del país centroamericano pronunció un discurso repleto de mentiras sobre la situación del Perú. Luego de condenar “el golpe de Estado en [el] Perú y la agresión a la que está sometido el pueblo peruano”, la lideresa hondureña expresó su “solidaridad con el presidente legítimo electo Pedro Castillo” y terminó exigiendo “su inmediata liberación”. Una serie de falsedades que merecen una respuesta contundente.
Se trató, además, de una intervención profundamente cínica, pues al inicio de la misma la jefa del Estado Hondureño recordó la solidaridad de varios mandatarios latinoamericanos que en el 2009 condenaron –con razón– el golpe militar contra su esposo, el entonces presidente Manuel Zelaya, pero fue incapaz de llamar a las cosas por su mismo nombre cuando se trató del perpetrado por Castillo el último 7 de diciembre en nuestro país. La diferencia entre ambos es que uno tuvo éxito mientras que el otro naufragó, pero ello no le resta un ápice de gravedad al zarpazo de Castillo, quien, nunca está de más recordar, intentó demoler la democracia a fin de salvarse el pellejo ante las múltiples investigaciones del Ministerio Público que los comprometían seriamente a él y a sus allegados.
En nuestro país, por otro lado, no hay ninguna dictadura (aunque nos balanceamos peligrosamente sobre el precipicio el 7 de diciembre). Lo que hubo fue una respuesta de las instituciones para atajar el zarpazo del último golpista de nuestra historia y una sucesión constitucional que llevó a quien hasta entonces ostentaba la vicepresidencia, Dina Boluarte, a la jefatura del Estado. Uno puede tener, ciertamente, sus reparos ante las decisiones que ha tomado el gobierno de Boluarte (nosotros mismos hemos cuestionado varias de ellas), pero su origen constitucional está fuera de toda duda.
De igual manera, pareciera que la presidenta hondureña quisiera confundir a los incautos mezclando los conceptos de “presidente electo” y “presidente legítimo”, cuando es evidente que una cosa no necesariamente conlleva a la otra. Pedro Castillo fue el presidente legítimo del Perú hasta el día infausto en el que trató de arrollar la democracia. En ese sentido, se colocó él mismo al margen de la ley, como ha ocurrido con tantos otros líderes latinoamericanos que, en el pasado reciente, se abocaron a desmantelar la democracia que les había permitido llegar al poder a través de las urnas y cuyo caso más emblemático –pero no el único– es el de Hugo Chávez, justamente recordado afectuosamente por la mandataria hondureña en su intervención del martes.
Finalmente, el único que puede ordenar la liberación del frustrado dictadorzuelo es el sistema de justicia, por lo que las exigencias de la señora Castro en este extremo son también inoportunas. Ha hecho bien, en consecuencia, nuestra cancillería en retirar al embajador peruano en Tegucigalpa y en tildar la intervención de la mandataria centroamericana de “inaceptable injerencia”.
La presidenta de Honduras miente cuando se refiere a la situación de nuestro país y hace bien Torre Tagle en no pasar por agua tibia los intentos desvergonzados de quienes, aprovechando un estrado, buscan lavarle la cara a quien fue, nada más y nada menos, que un golpista.