Desde el 2002 hasta el 2013 el Perú tuvo una de las tasas de crecimiento económico más altas del mundo. En esos años, la expansión del PBI fue cercana al 6% en promedio anual –incluso con la crisis global del 2009 entremedio–. El período, por supuesto, coincidió con el llamado superciclo de los minerales. La libra de cobre, nuestro principal producto de exportación, pasó de menos de un dólar en el 2003 a US$4,60 en el pico de inicios del 2011. Con la compañía de políticas económicas sensatas, el país aprovechó ese período de bonanza para avanzar con la reducción de la pobreza y la consolidación de la clase media. Entre el 2004 y el 2014, la tasa de pobreza se redujo de 58% a 23% –un logro monumental para cualquier país–. Desde entonces, la incidencia de la pobreza prácticamente se mantuvo inalterada hasta que la llegada de la crisis del 2020 la disparó.
La historia viene a cuento porque el mundo se encuentra, nuevamente, en un período de altísimos precios de los minerales y otros commodities. Este mes de mayo el cobre superó por primera la barrera de los US$4,70 por libra. Con la fuerte recuperación económica global y con el aumento de la demanda por este mineral a partir de su uso en nuevas tecnologías, el metal rojo podría mantener una buena cotización por un tiempo indefinido.
Estas afortunadas circunstancias tienen que ser aprovechadas por el país. La minería puede ser una palanca clave para reactivar la economía y, de paso, volver a llenar las arcas públicas hoy debilitadas por el esfuerzo fiscal del año pasado. Con altos precios, los proyectos mineros se hacen más atractivos tanto para el inversionista como para las comunidades que se benefician del canon y regalías, y para el Estado.
Pero el Perú tiene problemas para sacar adelante proyectos mineros. Estos toman mucho más tiempo que en países competidores por la lentitud de los procesos y trámites necesarios. Una vez aprobados, tampoco hay garantía de que se lleven adelante sin problemas en la construcción –el ejemplo de Tía María, en Arequipa, aquí es el más emblemático–. De los que llegan a operación, no pocos enfrentan asuntos de conflictividad social, como en el caso de Las Bambas, en Apurímac.
De acuerdo con el Ministerio de Energía y Minas (Minem), hay más de 45 proyectos mineros pendientes de desarrollo por un monto de inversión que supera los US$57.000 millones. Dada su envergadura, estos proyectos serían suficientes para más que duplicar la producción actual. Si a eso se le agregan los precios en récord histórico, queda claro el potencial que se perdería el Perú de no apurar el paso.
Sin embargo, los candidatos presidenciales en carrera no se han mostrado interesados en aprovechar esta nueva oportunidad. El plan de gobierno de Fuerza Popular tiene poco más de una página sobre el sector –la mayor parte, generalidades–. Keiko Fujimori tampoco le ha puesto atención a la actividad minera en los meses de campaña, más allá de la propuesta sobre la repartición directa de 40% del canon a los ciudadanos.
Pero sin duda el caso de Perú Libre es mucho más preocupante. Su plan de gobierno y sus representantes han mostrado una actitud hostil contra la inversión minera –sobre todo la extranjera–, y sugerido tasas tributarias que bordean lo confiscatorio, bajo amenaza de expropiación. Lógicamente, este discurso no hace sino ahuyentar cualquier nueva inversión potencial en el sector y poner paños fríos sobre los planes de expansión de los actuales yacimientos productivos.
Junto con otros factores claves como la estabilidad macroeconómica, el Perú usó el último ciclo de altas cotizaciones mineras para sacar a millones de la pobreza en un período relativamente corto. Dejar pasar esta nueva ocasión para repetir el proceso sería una irresponsabilidad mayúscula en un país que hoy, más que nunca, necesita inversiones, empleo y tributos.