En abril, un peruano ha muerto cada cinco minutos a causa del COVID-19. Este mes ya se ha confirmado el fallecimiento de más de cinco mil compatriotas por este mal y las cifras hacen evidente que estamos pasando por el momento más letal de la pandemia, el corolario, según algunos expertos, de las salidas por Semana Santa y de la llegada de la variante brasileña al país. Los números que se manejan, además, serían apenas la punta del iceberg, toda vez que aún existen marcadas diferencias entre lo reportado por el Ministerio de Salud (Minsa) y lo contabilizado por otras instituciones.
Como era de esperarse, con más de un año navegando esta crisis, el cansancio parece haberse instalado en todos los peruanos. A pesar de lo grave de la situación, muchas de las medidas aún vigentes para paliar la emergencia son tomadas a la ligera por muchos –más por necesidad que por desidia– y, hay que decirlo, el paso de los días parece demostrar que nuestras autoridades, en particular el Gobierno Central, no están muy seguras de qué acciones pueden tomarse para lidiar con el problema. Estamos en una especie de piloto automático, que coloca todas las esperanzas en un flemático proceso de vacunación y que hace difícil prever un cambio significativo en el estado de la curva epidemiológica y, en esa línea, en el número de personas que seguirán muriendo.
El presidente Francisco Sagasti ha sido claro al decir que “el Perú, como el resto del mundo, no está listo para un confinamiento total”. Y tiene razón. Una nueva cuarentena, tan severa como las que se han implementado en el pasado, solo agudizaría la insostenible crisis económica generada por más de doce meses de pandemia y, si nos basamos en cómo se han desarrollado este tipo de restricciones en el pasado, su eficacia no está garantizada. De hecho, dada la situación de la mayoría de las familias peruanas, lo más probable es que las prohibiciones sean letra muerta para una ciudadanía que simplemente no tiene cómo seguirse solventando.
El Colegio Médico del Perú ha cuestionado la labor del Ejecutivo y ha insistido en la necesidad de que se convoque al gremio para tomar mejores decisiones ante la crisis. El decano nacional Miguel Palacios Celi ha dicho, por ejemplo, que “los aforos tienen que ser supervisados. El Estado debe repartir mascarillas y protectores de manera masiva”. Acciones válidas que deberían complementarse con otras que puedan surgir de la evaluación conjunta que deben hacer los expertos en materia sanitaria con los encargados de las diferentes carteras ministeriales.
Lo que queda claro, sin embargo, es que, mientras el Gobierno tiene la obligación de descifrar cómo mejorar su desempeño ante esta emergencia, los candidatos que disputarán la segunda vuelta tienen que esmerarse por demostrar que tienen un plan concreto para que, luego del 28 de julio, no solo se siga enfrentando la pandemia, sino se definan las acciones que la derrotarán de una vez por todas. Tanto Pedro Castillo como Keiko Fujimori tienen que describir qué medidas tomarán para controlar los contagios y, asimismo, cómo garantizarán la vacunación masiva de todos los peruanos en el menor tiempo posible.
Ninguno de los dos, empero, ha dado cuenta de una estrategia clara y efectiva para lograr estas metas. Las palabras ‘COVID-19’ o ‘coronavirus’ no aparecen ni una sola vez en el manifiesto presentado al Jurado Nacional de Elecciones por Perú Libre y el plan de Fuerza Popular se queda en generalidades. Y, hagan lo que hagan, la hoja de ruta elegida tendrá que incluir un paquete de medidas macroeconómicamente sensatas y viables para evitar que nuestra economía permanezca así de perjudicada: hay que apuntalar nuestras fortalezas en lugar de, porfiadamente, buscar derrumbarlas.
El resto de nosotros, por el momento, tendremos que (aunque ya se ha convertido en un cliché decirlo) seguirnos cuidando. Para sobrevivir.