En principio, marchar y parar son cosas distintas. Bien vistas, en realidad, son antitéticas: la primera implica movimiento, y la segunda, inmovilidad. Es sintomático, sin embargo, que en el lenguaje político local esas dos expresiones se hayan convertido casi en sinónimas. Para referirse a las manifestaciones que tuvieron lugar ayer en Lima y otras regiones del país, la gente hablaba desde hace días indistintamente de “las marchas” o “el paro”. Y lo mismo sucede cada vez que se produce una jornada de protesta en el país.
¿Cómo explicar esa aparente confusión? Muy fácil. Lo que ocurre es que, habida cuenta de que las marchas derivan frecuentemente en violencia, los comerciantes prefieren no correr el riesgo de abrir sus negocios, las autoridades suspenden las clases por no poner en riesgo a los escolares, y el repliegue de los transportistas que no quieren exponer sus vehículos a posibles daños determina que muchos no acudan a sus centros de labores. La marcha, pues, deviene en paro y, por contigüidad, lo primero acaba identificándose con lo segundo.
Ahora, marchar y parar, como se sabe, son ambos mecanismos de demanda política legales y constitucionales… Siempre y cuando, por cierto, sean activados de forma pacífica. Y esto supone no hostigar o agredir al que no desea sumarse al reclamo, lo que afortunadamente ayer parece no haber ocurrido, al menos hasta el momento en que se escribió este editorial.
Aparte de eso, por otro lado, la legitimidad de cada uno de esos instrumentos no puede inhibirnos de evaluar su conveniencia y la frecuencia con la que se acude a ellos. La pregunta que cabe hacerse, en consecuencia, es si una medida así promueve efectivamente el cambio que busca. Las banderas enarboladas por los manifestantes de ayer, por lo pronto, eran variopintas y, algunas de ellas, sencillamente inviables. Como, por ejemplo, la de liberar ilegalmente al golpista Pedro Castillo y reponerlo en el poder. O la de convocar a una asamblea constituyente que nuestra actual Carta Magna no contempla.
Otras, como las de exigir un adelanto de elecciones generales, no adolecen de la misma dosis de irrealidad que las anteriores, pero ignoran que eso tiene un camino institucional que ni el Ejecutivo ni el Legislativo parecen interesados en emprender. El mensaje de lo que la mayoría siente o piensa al respecto está expresado hace tiempo en las encuestas, y detener la recuperación económica, tan necesaria después de la pandemia del COVID-19 y los estragos del desgobierno encabezado por Pedro Castillo, no lo va a hacer más claro ni ineludible.
Este Gobierno está lejos, muy lejos, de ser un dechado de virtudes. Por el contrario, acumula atropellos y despropósitos –como no dar respuesta sobre las muertes ocurridas durante las protestas de diciembre y enero pasados, o colocar a la ineficiente exministra de Salud Rosa Gutiérrez al frente de Essalud, por solo mencionar dos casos de palmario desatino–, y a ello le añade torpezas indignantes. Pensemos, si no, en el presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, contraponiendo la reciente protesta al deseo de todos los peruanos de ver con tranquilidad este sábado el clásico entre Alianza Lima y Universitario de Deportes.
En lugar de recitar disparates, los responsables del Ejecutivo tendrían que estar atendiendo las demandas ciudadanas sobre salud, educación o seguridad de manera más competente a como lo vienen haciendo (una responsabilidad que, dicho sea de paso, toca también a los gobiernos regionales y locales, muchos de los que alegremente se suman a la protesta en lugar de tomar las acciones para lograr que los servicios públicos lleguen a los ciudadanos que los necesitan). Paralizar una y otra vez el país, como viene sucediendo tras el golpe del 7 de diciembre, no nos acerca al cambio por el que los cartelones de los que marcharon ayer claman. Más bien nos regresan a una depresión económica que nos tomó décadas remontar. Esto es, a una marcha atrás.