Si alguien tenía dudas con respecto a que el proceso disciplinario al que estaba sometida la ex procuradora Julia Príncipe era una represalia política por sus declaraciones sobre un caso que involucraba a la primera dama, tras la destitución de la funcionaria y la posterior renuncia de Gustavo Adrianzén al Ministerio de Justicia debe haberlas dejado de lado.
Como se sabe, el proceso disciplinario tenía un desarrollo en marcha, uno de cuyos posibles desenlaces era efectivamente la destitución. ¿Cuál era, entonces, la lógica y la razón de adelantarse al resultado del mismo y cesar a la procuradora expeditivamente?
Desde luego que no la gravedad de la presunta falta, pues si ese hubiera sido el caso, se habría destituido a la señora Príncipe hace tiempo y en el acto. Y por si ese razonamiento no bastase para poner en evidencia que tras su licenciamiento ha existido una motivación dictada por la coyuntura política, ahí están las declaraciones en las que el propio Adrianzén señaló, el 21 de setiembre pasado, que era poco probable que la sanción a aplicársele fuera la destitución.
“Puede ser una simple amonestación en la que se diga: ‘Oiga, señora, fíjese usted, aquí está este artículo y aquí está este otro, y tiene que tenerlos en cuenta’; pero de allí a pensar en sanciones y cosas gravísimas, la verdad es que hay un abismo”, sentenció el titular de Justicia en esa oportunidad... Y menos de un mes después, saltó al abismo.
Lo que parece haber ocurrido, en consecuencia, es que, ante la evidencia de que Adrianzén sería censurado en el Congreso de todas maneras esta semana (precisamente por no haber convencido en sus respuestas sobre el proceso disciplinario a la señora Príncipe), el gobierno decidió aprovechar para hacer que despidiera a la procuradora y ‘aceptar su renuncia’ inmediatamente después. Total, ya estaba muerto. Y, puestos a cuantificar el costo político de su liquidación, daba lo mismo que muriese por mil que por mil quinientos.
Semejante cálculo, sin embargo, amén de equivocado, es irresponsable.
Equivocado porque el costo político no se agota en la pérdida de una pieza del tablero como la que representa el ministro, sino que hay un descrédito que se irradia a todo el gobierno, cuyo prurito por castigar a cualquier precio a quien melle los intereses o la imagen de la señora Heredia ha quedado expuesto bajo los reflectores.
E irresponsable porque juega justamente con aquello que hace solo dos días el jefe del Gabinete, Pedro Cateriano, mencionaba en tono acusatorio a propósito de la oposición que se disponía a censurar al titular de Justicia: genera un ambiente de inestabilidad política que no es propicio para el inicio de una campaña electoral.
En la infinita frivolidad de esa forma de entender el ejercicio del poder como una batalla en la que solo se ganan o pierden piezas frente al enemigo, es probable que en Palacio hasta se sientan satisfechos. O, por lo menos, conformes con la ilusoria sensación de haber alcanzado un empate.
Pero quizá harían bien en escuchar lo que han dicho al respecto representantes tan caracterizados del nacionalismo como Ana Jara o Daniel Abugattás. “¿Era necesario, prudente, oportuno, tomar la decisión de cesar en su cargo a la procuradora Príncipe? En lo personal, me muestro crítica”, ha afirmado la ex presidenta del Consejo de Ministros.
Mientras que Abugattás ha sentenciado sumariamente que la medida es “un disparo a los pies”.
Por encima de todo, no obstante, deberían reflexionar sobre lo que significa que, mientras ellos estaban ocupados en deshacerse del problema que representaba la determinación investigadora de Príncipe, el Tribunal Constitucional haya resuelto que la investigación fiscal a Nadine Heredia por lavado de activos continúe. Y por 6 votos a 0. Que en este contexto es mucho más que mil o mil quinientos.