Los ciudadanos peruanos no solemos participar activamente en política. Los limitados canales de comunicación con las autoridades elegidas y el descalabro de los partidos políticos –con militancias reducidas al mínimo o inexistentes– crean débiles vínculos entre la población y su sistema democrático. La gran excepción a esta desconexión política regular son los procesos electorales. De ahí que revestirlos de confianza, predictibilidad y transparencia sea absolutamente indispensable para conservar el equilibrio democrático. Si tenemos pocos mecanismos de control y comunicación una vez que las autoridades toman el poder, por lo menos requerimos la certeza de que estas fueron elegidas de manera legítima.
Por eso el transcurso de los días posteriores a la segunda vuelta del 6 de junio ha hecho ya un daño tremendo a la frágil institucionalidad nacional. El eficiente conteo de la ONPE –con actualizaciones públicas regulares– no fue suficiente para salvaguardar el proceso electoral de críticas. Con resultados tan apretados –que al tiempo de redactar estas líneas daban un margen de ventaja de apenas 0,29 puntos porcentuales, o poco más de 50 mil votos, para el candidato Pedro Castillo– la integridad y solvencia institucional del sistema han sido puestos a prueba, y su respuesta ha sido deficiente.
Más allá de la legalidad de las acciones, las idas y venidas del JNE durante el viernes respecto a la ampliación de plazos para presentar los pedidos de nulidad de actas pusieron un manto de duda sobre las autoridades electorales y generaron mucha mayor desconfianza. En este clima político de alta tensión, eso es posiblemente lo peor que puede suceder, pues incita a quienes se vean desfavorecidos por los resultados finales a cuestionar todo el trance electoral. De hecho, en una acción difícil de lograr, el JNE consiguió que simpatizantes de ambas organizaciones percibieran que la cancha estaba inclinada en su contra.
Los propios candidatos han estado lejos de mantener un perfil bajo en estas horas. De un lado, sin que haya culminado el escrutinio, Castillo comparte efusivamente en sus redes sociales los prematuros mensajes de felicitación por su elección como presidente del Perú de líderes de la izquierda latinoamericana como Dilma Rousseff, Alberto Fernández y Rafael Correa. Su equipo técnico se presenta ya en diferentes escenarios también con una actitud triunfal. De otro lado, en una actitud no menos inconveniente que la anterior, Fujimori continúa con las acusaciones de fraude y responsabiliza a la “izquierda internacional” de querer “torcer la voluntad popular” a través de manipulaciones en mesa.
El resultado de este ambiente tóxico es la exaltación de los ánimos de los seguidores de uno y otro lado. La presencia de manifestantes en la ONPE y en las afueras de los domicilios del presidente del JNE, Jorge Luis Salas, y del director del diario “La República”, Gustavo Mohme, no son expresiones democráticas, sino de intimidación.
La mala gestión de elecciones ajustadas puede llevar a un clima social inmanejable y desenlaces sumamente lamentables. No está de más recordar, por ejemplo, el golpe de Estado de 1962 en contra del gobierno de Manuel Prado en medio de acusaciones de fraude electoral. El Perú no es el mismo de la década de los sesenta, pero los últimos cinco años han demostrado que la enorme debilidad institucional que aflige al país lo convierte en uno inestable y volátil. Autoridades, candidatos y simpatizantes tienen hoy que actuar con extrema responsabilidad. En el escenario actual, las consecuencias de no hacerlo son incalculables.