Con un fenómeno de El Niño menos intenso de lo que se esperaba hace medio año, el foco de atención sobre la administración de la presidenta Dina Boluarte ha pasado a enfocarse en sus dos grandes pendientes: la economía y la seguridad ciudadana. En el primer frente, la reactivación económica anunciada por el gobierno es debatible. Hay indicadores de los últimos meses –como la producción eléctrica o la inversión pública– que ciertamente apuntan a una recuperación; pero otros –como las exportaciones no tradicionales o el volumen de créditos– van en dirección opuesta. La tendencia no es clara aún.
En el segundo frente, sin embargo, no hay espacio para mayor debate. El Gobierno –y con él todos los ciudadanos– viene perdiendo la batalla contra la delincuencia común y la organizada. Ayer, en estas páginas se publicó la última encuesta de Datum Internacional para El Comercio en la que se halló que solo uno de cada siete peruanos se siente seguro en su ciudad. La cifra es aún peor entre mujeres (solo una de cada diez) y, en Lima, el 92% dice que se siente inseguro.
La sensación de vulnerabilidad está más que justificada. Cada día aparecen nuevas estadísticas, videos de seguridad y reportes policiales confirman la escalada de violencia que vive el país. Asesinatos a plena luz del día, aumentos de secuestros, cupos en diversos sectores antes libres de extorsión, violentos ataques en zonas mineras formales e informales, entre otros, se han convertido en parte del panorama cotidiano. Apenas hace una semana, el distrito limeño de Puente Piedra fue escenario de siete asesinatos en menos de 24 horas.
Por ello fue una decepción la decisión de Boluarte y del nuevo titular de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), Gustavo Adrianzén, de mantener a todos los ministros en sus puestos tras la salida de Alberto Otárola de la jefatura del Gabinete. Como mencionamos en el editorial del jueves pasado, Víctor Torres, cabeza del Ministerio del Interior, es una figura que merecía ser reemplazada en esa oportunidad, y sin embargo permanece con fajín. A finales de febrero, Torres, incómodo por las consultas de los periodistas sobre la falta de reacción de su ministerio, pidió a los medios de comunicación que, más allá de enfocarse en la ola de crímenes en varias ciudades, “den a conocer a la ciudadanía las buenas acciones” de la policía. Aparte de lo inapropiado, el pedido de Torres grafica con cierta claridad la desorientación de su liderazgo.
Ante la pasividad del Ejecutivo, el Congreso ha dado los primeros pasos para la censura de Torres con dos mociones de interpelación. Los cuestionamientos de los parlamentarios giran alrededor del fracaso en la lucha contra la inseguridad ciudadana (a pesar de numerosos anuncios de planes en ejecución y estados de emergencia ubicuos), las malas condiciones de la vigilancia en zona de frontera, y las políticas de ascensos y pases a retiro en la policía, solo por mencionar algunas preocupaciones.
Lo que ha conseguido la actual administración, en realidad, es que el miedo sea una constante para la gran mayoría de ciudadanos, independientemente de su región, edad o condición económica. El Estado tiene a su disposición la fuerza, los recursos y la legitimidad suficiente para tomar medidas más inteligentes y efectivas contra la creciente delincuencia.
De lo contrario, la escalada de violencia puede desbordarse aún más. Pero sin liderazgo y determinación al más alto nivel –desde Palacio de Gobierno hasta los altos mandos de la PNP, pasando por el Ministerio del Interior–, la proporción de personas que se sienten inseguras en sus propias calles solo irá en aumento.