La espantosa noticia de una niña de tres años secuestrada y ultrajada por Juan Antonio Enríquez García en Chiclayo ha levantado una justificada indignación ciudadana, expresada en marchas y pedidos para que las autoridades respondan con celeridad. Sin embargo, también ha revivido una propuesta que cada cierto tiempo vuelve a tomar cuerpo en el debate nacional.
“Estamos planteando aplicar la castración química como una de las medidas drásticas contra los violadores de menores de edad, adolescentes y mujeres”, anunció el presidente Pedro Castillo días atrás. Sus palabras, no obstante, encerraban un error lógico: a los violadores de menores de 14 años en el Perú les corresponde la pena de cadena perpetua, por lo que no tiene sentido que el Estado gaste recursos inoculando periódicamente sustancias para reducir la libido de personas que se hallan recluidas en establecimientos penitenciarios.
Dos días atrás, el titular de Justicia, Félix Chero, corrigió este enredo y, al tiempo que anunciaba que el Consejo de Ministros había aprobado el proyecto de ley que implementa la castración química para enviarla al Congreso, precisó que esta solo se aplicará en aquellos que hayan sido sentenciados por violación sexual “con pena determinada” –es decir, aquellos cuyas víctimas sean mayores de 14 años– y solo luego de que hayan cumplido sus condenas. Horas más tarde, entrevistado en RPP, el ministro agregó que la castración química será obligatoria. “[También] planteamos la modificación del artículo 368 del Código Penal que implica que aquel que no se somete a esta medida automáticamente comete otro delito, que es el de desobediencia y resistencia a la autoridad”, expresó.
Pues bien, apenas estos detalles son suficientes para saber que estamos frente a una iniciativa que hace agua por todos lados.
En primer lugar, el costo de los medicamentos que tendrían que administrárseles (ya sea por vía oral o mediante inyectables) a los sancionados puede oscilar entre los S/800 y los S/1.000, y deben ser aplicados de manera periódica (mensual, trimestral o semestral, dependiendo del medicamento) para que surtan algún efecto. Esto, como es obvio, implica un costo demasiado alto para el Estado tomando en cuenta que, en segundo lugar, la evidencia científica sobre la efectividad de este tratamiento es más bien insuficiente y que no hay pruebas fehacientes de que en los países en los que se aplica haya dado los resultados esperados por las autoridades.
En tercer lugar, el Gobierno debería tener en cuenta que la ley peruana contempla, como dijimos antes, la pena de cadena perpetua para violadores de menores de 14 años y que, sin embargo, ello no ha operado como un disuasivo para evitar que estas atrocidades se sigan cometiendo. De acuerdo con el último reporte del INPE, de enero pasado, los reclusos por violación de menores de edad componen el segundo grupo más grande de la población penitenciaria peruana, solo por detrás de los recluidos por robo agravado. Así, el problema no parece estar en la rigurosidad de las sanciones, sino en otro lugar que nadie en el Ejecutivo parece preocupado por ubicar.
En cuarto lugar, si al ministro le preocupa que quienes han sido condenados por este tipo de delitos se vuelvan reincidentes (pues esta es la lógica para buscar inhibir químicamente el deseo sexual de exconvictos), ello dice más de las inadecuadas políticas de reinserción social que tenemos antes que de la necesidad de recurrir a una medida que, por lo demás, ha sido calificada como trato cruel e inhumano por organizaciones como Amnistía Internacional cuando se aplica de manera obligatoria (como pretende el Ejecutivo).
¿Por qué entonces el Gobierno se ha apresurado en impulsar un mamotreto así? Porque, como lo dijo el propio ministro Chero dos noches atrás, “había que dar respuestas inmediatas frente a un clamor social”. Nuestras autoridades, sin embargo, deberían legislar siguiendo políticas públicas integrales –como, de hecho, ha pedido la Defensoría del Pueblo en un reciente pronunciamiento– y no por coyunturas. Impulsar una ‘solución’ que no se sostiene por sí misma solo para congraciarse con la indignación –justificada– de la ciudadanía no es otra cosa que populismo, y así lo dijimos cuatro años atrás cuando fue el Congreso el que quiso empujar la misma medida.