El derecho a la protesta es un ingrediente clave en toda democracia. De hecho, en el Perú no podríamos haber tenido una expresión más nítida de esta premisa que lo que ocurrió hace apenas unas semanas, cuando un presidente –que asumió el poder por vías que buena parte de la ciudadanía juzgó como tramposas e impertinentes– debió renunciar ante la presión de un país que salió a manifestarle su rechazo.
Por su comprobada eficiencia y legitimidad, sin embargo, este derecho merece ser defendido de las interpretaciones antojadizas que puedan hacerse de sus alcances, en particular aquellas que plantean la violencia como una forma aceptable de ejercerlo. Así, si las movilizaciones mayoritariamente pacíficas de mediados de noviembre fueron una demostración de lo correcto, las que se han venido dando en los últimos días en diversas partes del país, sobre todo por el régimen laboral agrario, no lo son.
El bloqueo de carreteras, la vandalización de la propiedad pública y privada y, en general, el uso de la intimidación como medio para lograr un fin simplemente no son permisibles en un Estado de derecho. El pretexto que esta es la única forma que algunas demandas sean escuchadas o acogidas es perverso, pues le otorga a cualquier grupo que interprete su causa como justa una venia para perseguirla con maneras que perjudican las libertades de los demás. Ello ha venido sucediendo en Ica, donde centenares de buses con sendos ciudadanos se han quedado varados sin la posibilidad de llegar a sus destinos.
Es evidente, en ese sentido, que el Gobierno debe encontrar la forma de garantizar los derechos de todas las personas involucradas, directa o indirectamente, en las protestas. Sobre ello, el presidente Francisco Sagasti ha sido meridiano: “Bloquear carreteras no solo es inconstitucional e ilegítimo, porque afecta diversos derechos ciudadanos; también es un delito que el Estado no puede aceptar”. Cómo pretenda pasar del dicho al hecho nos lleva al otro lado de esta discusión. A saber, que las fuerzas del orden deben cumplir sus funciones sin que ello suponga poner en riesgo (o hasta terminar con) la vida de las personas.
Las acciones de la policía en las marchas de noviembre son una muestra de lo que no debe suceder. El uso indiscriminado de perdigones y bombas lacrimógenas desembocó en la muerte de dos jóvenes y en que muchos otros queden gravemente heridos. Los retos que suponen las turbas violentas que se han visto en los últimos días son evidentes, pero es la obligación del Estado lograr que quienes hayan cometido delitos enfrenten un debido proceso, no que los uniformados se arroguen el papel de jueces y, lamentablemente, verdugos.
Lo anterior incluye la planificación y ejecución de protocolos sensatos y técnicamente respaldados, pero también que el Gobierno sepa diferenciar la paja del trigo y logre establecer diálogos con quienes buscan canalizar las exigencias de quienes protestan legítimamente y no ceder ante quienes usan la extorsión como herramienta política. Un entendimiento con los primeros apuntaría a un triunfo de las formas democráticas, aceptar apresuradamente lo que demandan los segundos, a una claudicación que le daría legitimidad a métodos que nunca deberían tenerla.
La configuración del actual Poder Ejecutivo fue consecuencia de una amplia expresión de descontento ciudadano que propició la caída de la gestión anterior, bajo cuyo cargo las fuerzas del orden cometieron excesos inexcusables. Es a propósito de esta situación que el presidente Sagasti y su equipo deben entregarse a defender el derecho a la protesta, sin permitir que ningún tipo de violencia lo distorsione o lo amenace. La tarea, en el contexto de una crisis política, económica y sanitaria no será sencilla, pero es una que están obligados a cumplir.