El lunes, el medio brasileño “Folha de Sao Paulo” reveló que el expresidente de la constructora OAS Leo Pinheiro –hasta hace poco en prisión por su participación en el entramado de corrupción de Lava Jato– declaró ante las autoridades de su país que entregó más de 101 millones de pesos chilenos (US$143.000 al cambio de hoy) para la campaña del 2013 de la expresidenta de Chile Michelle Bachelet, actual alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU.La publicación cuenta que Pinheiro temía que el cambio de gobierno en el país sureño en el 2014 (cuando Bachelet volvió al poder) pusiera en riesgo un contrato que la compañía tenía para construir un puente. Según el empresario, la conexión con Chile se habría establecido a través del hoy preso expresidente Luiz Inácio Lula da Silva –cercano a Bachelet–, que habría contactado al exmandatario chileno Ricardo Lagos (este ya negó la imputación) y el pago se habría hecho mediante un contrato ficticio por presuntos servicios que nunca se realizaron con la empresa Martinelli & Asociados, perteneciente a uno de los recaudadores de la primera campaña de Bachelet.
Aunque Chile ha sido uno de los pocos países de la región en los que el Caso Lava Jato no ha remecido con fuerza a la clase política, el tema no es del todo nuevo. En el 2017, por ejemplo, ya se sabía que OAS había pagado 60 millones de pesos chilenos a la empresa Martinelli & Asociados por supuestos estudios.Es cierto que la señora Bachelet es inocente hasta que la justicia de su país determine lo contrario. Sin embargo, desde ya su caso permite remarcar algunas lecciones. Una de ellas, que la corrupción de Lava Jato –como sabemos los peruanos– no discriminó por simpatías políticas y entregó dinero tanto a candidaturas y gobiernos de derecha como de izquierda. Por ello, las sentencias de quienes quieren asociar su florecimiento con determinadas condiciones inherentes al ‘modelo’ peruano y con una tendencia ideológica en particular no solo son embusteras, sino también puro y duro maniqueísmo.