No es fácil hacer reformas estructurales, y menos cuando la institucionalidad es débil y los intereses particulares organizados se oponen. Muchos loables esfuerzos en distintos campos sensibles –como la erradicación de la minería ilegal, la formalización del transporte o la reestructuración del sector salud, solo por mencionar algunos– son saboteados desde dentro apenas empiezan a ganar dientes.
Una notable excepción que merece ser resaltada ha sido la reforma universitaria. La semana pasada, la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu) anunció la culminación de la primera etapa del licenciamiento universitario. Como resultado, 94 casas de estudios fueron autorizadas a seguir operando, 50 fueron denegadas y tres quedaron pendientes de resolución. De acuerdo con Oswaldo Zegarra, superintendente encargado, “el licenciamiento ha permitido que [los alumnos] tengan la seguridad de recibir una formación profesional en universidades, con programas académicos y filiales, con condiciones básicas para su funcionamiento, y eso se traduce en una oferta con mayor garantía para todos los jóvenes del país”.
En un país en el que las reformas difíciles suelen quedar a medio camino, este es un proceso de largo aliento que marca una diferencia con resultados concretos. Desde sus inicios a mediados del 2014, la Ley Universitaria sufrió innumerables cuestionamientos. Algunos fueron formulados con preocupaciones legítimas y a través de los años ayudaron a calibrar mejor las intervenciones de la Sunedu. Otros, sin embargo, provinieron de actores inescrupulosos que usaron influencias políticas para defender la precariedad de sus negocios educativos. A finales del año pasado, por ejemplo, la Comisión de Educación del Congreso intentó extender un rescate a las universidades privadas con licencia denegada. La tratativa fracasó, pero fue útil para recordar el cúmulo de obstáculos que personas allegadas a ciertas universidades han colocado a la labor de la Sunedu.
En miles de casos, no obstante, el daño ya está hecho. Por años numerosas universidades han otorgado grado a profesionales –formados a nombre de la nación– sin los conocimientos básicos para desempeñarse adecuadamente en su carrera y sin oportunidades para encontrar espacios en el mercado laboral. A la fecha, los estudiantes de las universidades denegadas suman casi un cuarto de millón. Las universidades-fachada tomaron el tiempo y el dinero de sus estudiantes a cambio de una promesa académica vacía.
Si bien la reforma universitaria ha cumplido un hito importante, el proceso está lejos de acabar. ¿Qué soluciones reales se ofrecerá a los actuales estudiantes de las universidades con licencia denegada? ¿Qué sistemas de control garantizarán que las universidades operativas tengan incentivos para la mejora continua? ¿Cuáles han sido los resultados de los casi S/1.000 millones que el Ministerio de Educación transfirió a las universidades públicas para mejorar la calidad de su enseñanza? ¿Cómo fomentamos investigación académica competitiva en el ámbito regional y global? La satisfacción del trabajo cumplido a pesar de las adversidades debe ser motivo para duplicar los esfuerzos.
La gran lección de este proceso es que, para atender toda agenda referida o siquiera parte de ella, se requiere un empuje consistente y blindado de intereses subalternos. Como en la minería ilegal o el transporte informal, quienes tengan mucho que perder con las reformas intentarán influenciar las decisiones públicas a su favor. Para dar la batalla se requerirán un arreglo institucional sólido, buenos profesionales en cargos públicos claves y quizá, sobre todo, una ciudadanía consciente e informada sobre la importancia de una educación superior de calidad. De paso, otras reformas estructurales pendientes podrían sacar algunas enseñanzas de este exitoso primer ciclo.