La llegada del COVID-19 a nuestro país ha supuesto la implementación de medidas que, en cualquier otro contexto, no estaríamos dispuestos a tolerar. Los toques de queda, las restricciones a las reuniones sociales y, en general, la limitación del libre tránsito por parte de las Fuerzas Armadas son disposiciones que se entienden en el contexto de una pandemia, pero que, por lo excepcional y severo de lo que entrañan, demandan mucha responsabilidad de las autoridades que las ponen en práctica. No son una oportunidad para que algunos excedan las potestades que la ley les asigna.
Desde este espacio ya hemos llamado la atención sobre ciertos excesos cometidos durante la crisis sanitaria. A pocas semanas de declarada la cuarentena en marzo, por ejemplo, criticamos el uso de la fuerza por parte del capitán EP Christian Cueva Valle, quien abofeteó a un ciudadano que incumplió las reglas del aislamiento social. Asimismo, llamamos la atención sobre el “cierre de fronteras distritales” que ese mismo mes ensayó el alcalde de La Molina, Álvaro Paz de la Barra. Una medida de pertinencia y legalidad cuestionables.
La noticia ahora llega desde otro distrito capitalino. Como informó este Diario el sábado, la Municipalidad de San Isidro, liderada por el burgomaestre Augusto Cáceres (Acción Popular), ha dispuesto la creación de un comando especial para combatir la inseguridad ciudadana, compuesto por alrededor de 30 licenciados de las Fuerzas Armadas uniformados con vestimenta similar a la del Ejército Peruano. En corto, una especie de serenazgo paramilitarizado con el objetivo, según explicó la comuna, de “vigilar que los ingresos y salidas del distrito no sirvan como rutas de escape para quienes actúan en contra de la ley”.
El cuadro, que queda completo con dos camionetas pintadas de camuflaje, ha desconcertado a algunos vecinos del distrito y ha gatillado una dura respuesta del Ministerio de Defensa. De hecho, mediante un oficio firmado por el general de brigada Ángel Pajuelo Jibaja, secretario de la Comandancia General del Ejército Peruano, se ha solicitado que “en el plazo de 10 días hábiles, [se] proceda al retiro de las prendas [...] y que [se] proceda a su destrucción o desnaturalización junto con las demás que se encuentren en sus almacenes”.
Según ha explicado la gestión del señor Cáceres, el plan aún está en “fase de proyecto” y todavía no se pone en marcha, aunque confirmó que los efectivos que compondrían el grupo ya han sido contratados. Mientras tanto, algunos expertos consultados por El Comercio han cuestionado la iniciativa. Ricardo Valdés, exviceministro de Seguridad Pública del Ministerio del Interior, ha asegurado que se trata de “una contramarcha respecto de las políticas actuales, que van más bien en el sentido de uniformizar [la vestimenta de] los serenazgos distritales”. Por su parte, Wilson Hernández, especialista en seguridad ciudadana de Grade, ha enfatizado que la disposición “da una impresión militarizada de la seguridad ciudadana, ámbito que no le corresponde [al municipio]”.
En todo caso, esta medida populista y peligrosa es el nuevo desatino de un alcalde que parece interesado en acumularlos. Estamos ante el mismo servidor público cuya administración gastó casi S/22 mil en árboles de quina que no pueden crecer en la capital, que implementó ciclovías peligrosas y deficientes, y en contra de quien algunos vecinos han iniciado un proceso de revocación.
Pero este no es el único burgomaestre que ha tomado decisiones controversiales: la Municipalidad de San Juan de Lurigancho, liderada por Álex Gonzales, también ha pintado vehículos del serenazgo con patrones castrenses. Por ello, la situación debe llamar a la reflexión sobre los límites que tienen los municipios distritales y sobre la prudencia que debe regir sus acciones. La tarea que se les ha encomendado es velar por los intereses de sus vecinos, pero sin dar pasos en jurisdicciones que no les competen.
Parte del reto que deben enfrentar las autoridades electas es usar de forma inteligente la porción de poder que les corresponde, no desperdiciarlo, como en este caso, en jugar a la guerra.