Después de un inicio lento y no pocas veces amenazado por el escándalo, el proceso de vacunación contra el COVID-19 en el país ha cogido un ritmo saludable; particularmente, en lo que concierne a los adultos mayores.
Al día de ayer, las cifras oficiales indicaban que había ya en el territorio nacional 2′073.592 personas completamente vacunadas y otras 3′641.960 que habían recibido la primera dosis. Esto incluye, por supuesto, al personal de primera línea en la lucha contra el virus (médicos, enfermeras, técnicos de salud, policías, bomberos, etc.) y a personas con dolencias y condiciones especiales, pero sobre todo hablamos de una población de 60 años o más (1′471.298 con la dos dosis y 2′790.252 con la primera). El avance en este segmento etario ha sido tan importante que ya se empezó incluso con la inmunización de los ciudadanos que son menores de 60.
Las razones para haber privilegiado a los adultos mayores en el orden de prelación de este proceso son harto conocidas: ellos son probadamente los que mayor riesgo corren de hacer un cuadro crítico si contraen la infección. Lo satisfactorio de este progreso, sin embargo, no puede ser motivo de una complacencia que nos lleve a bajar la guardia o las revoluciones del empeño. Queda aún un gran número de adultos mayores que no ha recibido ninguna de las dos dosis y la sombra del embate de una tercera ola de la peste (cuando todavía no se ha extinguido la segunda) se cierne sobre nosotros desde hace algún tiempo. Especialmente desde que se detectó en Arequipa la presencia de la llamada ‘variante delta’ (surgida en la India), bastante más contagiosa que las anteriormente conocidas.
Sería imprescindible, por lo tanto, que por lo menos la vacunación de la población antes señalada estuviese completa para cuando ese indeseable escenario pudiera presentarse. Pero un posible inconveniente para ello asoma en el horizonte: tenemos un cambio de gobierno ad portas. Y en ese trance, como se sabe, las responsabilidades a cargo del Ejecutivo suelen quedar un tanto adormiladas hasta que la nueva administración se haya acomodado en sus asientos. Un proceso que a veces puede tomar meses.
Como es evidente, ese sería un lujo que esta vez no podríamos darnos.
Lo encabece quien lo encabece, si algo tiene que garantizar el gobierno entrante es que, cuando inicie su gestión, no se perderá ni por un día el ritmo de vacunación alcanzado hasta ahora. Por el contrario, los responsables del área de salud de los dos proyectos políticos que todavía están a la espera del resultado oficial de la segunda vuelta deberían, más bien, tener ya un plan listo para imprimirle desde el primer momento mayor velocidad al proceso en marcha.
No basta, pues, que los voceros de una y otra candidatura se llenen la boca diciendo que van a “acorralar al virus” o se sienten con el embajador de algún país productor de vacunas para dar la sensación de que tienen un acuerdo por más dosis a punto de ser cerrado.
De todas las transferencias que supone la transición de una administración de salida a una que recién se inaugura, no hay en este momento una que sea ni la mitad de importante que aquella a la que nos referimos. ¿Están actuando con esa prioridad en mente los llamados a recibir tan seria responsabilidad dentro de un mes y medio? No lo sabemos, pero si no es así, sería menester que rápidamente pusieran manos a la obra. La campaña electoral ya terminó y la de vacunación, simplemente, no puede detenerse.