Por octava vez en su historia, Argentina cayó en default esta semana. No fue tan espectacular como en el 2001 cuando declaró el impago de deuda soberana más grande en la historia del mundo (US$81.000 millones).
Esta vez, los montos que Argentina debía pagar eran relativamente bajos. La corte en Nueva York, donde se había emitido la deuda, ordenó que el país le pagara US$1.300 millones a un grupo de acreedores, cifra que podría aumentar hasta US$15.000 si otros acreedores se apoyan en el fallo. Nunca fueron creíbles los argumentos de Argentina de que el pronunciamiento de la corte también la obligaría a pagar todavía muchos miles de millones más a otros tenedores de bonos, muy por encima de su capacidad de pago. Y en todo momento, la presidenta Cristina Kirchner y su gobierno vilipendiaron a la corte y a estos acreedores mientras estos ofrecían negociar distintas formas de pago.
Los acreedores que llevaron a Argentina a la corte son “buitres”, según el gobierno argentino, porque no aceptaron renegociar la deuda que debía su país después del default hace 13 años, como sí ocurrió con el 93% de los bonos argentinos. La corte simplemente reafirmó la validez de los términos del contrato original de la deuda.
A pesar de que la decisión de la corte apuntaló al Estado de derecho, algunos críticos alertan que el fallo dificultará o hará imposible la renegociación de deuda soberana en el futuro y cerrará las puertas al crédito internacional a algunos países. El economista premio Nobel, Joseph Stiglitz, dice que Estados Unidos ha tirado “una bomba al sistema económico global”. Otros dicen que ahora que los acreedores siempre pueden reclamar el 100% de sus créditos, harán préstamos más riesgosos.
Tales argumentos son infundados o exagerados y no toman en cuenta la evolución positiva que se ha visto en los términos contractuales de la deuda soberana. El economista Eric Posner y sus colegas documentan cómo, en respuesta a los defaults de las últimas décadas, los contratos de deuda soberana han mejorado tanto la habilidad legal de los acreedores de hacer cumplir tales contratos, como la habilidad de los países para reestructurar sus deudas.
Luego de la crisis de deuda de los ochenta, por ejemplo, hubo un aumento de las protecciones a los acreedores en el creciente mercado de bonos soberanos. Las crisis financieras de los noventa en América Latina, Asia y Rusia, sin embargo, mostraron que todavía no existía un proceso seguro y ordenado para renegociar deuda. El sistema imperante tenía al Fondo Monetario Internacional como actor central que ofrecía rescates financieros masivos y a la vez trataba de negociar la deuda. Dicho orden no funcionó bien ni en prevenir futuras crisis económicas ni en solucionarlas. En la práctica, el dinero del FMI se usó para rescatar a los acreedores, y les tocó a los contribuyentes de los países afectados repagar al FMI. Los subsidios del Fondo desincentivaron tanto a los gobiernos como a sus acreedores a negociar en buena fe.
El Fondo Monetario Internacional entonces propuso convertirse en una suerte de corte de bancarrota para países. Mala idea que afortunadamente fracasó ante el desinterés por parte de los países y los acreedores. Era una propuesta que centralizaba todavía más poder en el FMI y lo convertía en juez en casos en que tenía su propio dinero en juego.
Felizmente, las decisiones en el mercado de deuda soberana se han estado descentralizando. Desde el 2003, lo común es que los países emitan bonos que estipulan que si una mayoría de acreedores lo considera conveniente, se puede reestructurar la deuda correspondiente a todos esos bonos. Los acreedores que demandaron Argentina tenían bonos emitidos en otra época y sin tales “cláusulas de acción colectiva”.
El default argentino tendrá consecuencias negativas para ese país, pero muy pocas para el mundo siempre y cuando se siga permitiendo la evolución de los contratos entre deudores y acreedores.