La última encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) muestra un equilibrado rechazo de la ciudadanía tanto al presidente Pedro Castillo (Ejecutivo), como a la presidenta del Congreso, María del Carmen Alva (Legislativo), en un episodio más de una larga serie que acumula temporadas desde, por lo menos, el 2016. Cada uno ha hecho un esfuerzo, no para acumular capital político positivo, sino para desacreditarse contrayendo una deuda que parece impaga.
Nuestras élites políticas han nacido con escaso respaldo. Solo basta con recordar que Acción Popular fue el partido más votado en las elecciones congresales del 2020 con solo el 11% de los votos entre los nueve partidos que obtuvieron escaños. En la primera vuelta de este año, hay que recordar que Pedro Castillo solo logró el 19% y Keiko Fujimori tan solo el 13% de un total de 18 candidatos que retacearon los votos. Es decir, solo una tercera parte de los peruanos votó por los que pasaron a la segunda vuelta. En el Congreso, nueve partidos conformaban bancadas dispersas, donde la más votada, la de Perú Libre, la oficialista, no representa ni el tercio del total de los parlamentarios. No han pasado ni cinco meses y varios congresistas ya se retiraron de sus bancadas iniciales. La legitimidad de origen es, pues, baja y su duración ha sido fugaz.
La otra cara de la legitimidad, la del desempeño, ha sido peor. Pedro Castillo, según las encuestas del IEP, pasó entre agosto y diciembre de ser aprobado por el 38% al 28%, y su desaprobación creció del 46% al 60%. En el caso del Congreso, la aprobación pasó del 31% al 18% y la desaprobación, del 61% al 78%. La misma suerte corre la presidenta del Congreso.
Parece que lo único que aprendieron nuestros políticos del último nefasto quinquenio es que la vacancia presidencial y la disolución del Parlamento existen y pueden ser usados con particular frecuencia y no como última medida. Se han repartido, eso sí, los malos nombramientos, las malas artes y la poca productividad. Si bien Pedro Castillo es el responsable mayor del mal gobierno, el Congreso se esmeró en hacer lo propio en su función parlamentaria. Tensiones, choques, amenazas, bravatas y mediocridad en las propuestas han sido el pan de cada día. El Gobierno no podrá llevar adelante su anhelada asamblea constituyente –la que, dicho sea de paso, no tenía por qué tener una mejor calidad en su representación– y un sector del Congreso está a la espera de una nueva oportunidad para intentar vacar a Pedro Castillo. Esto lleva a bloqueos, entrampamientos y a la incertidumbre que cubre como un manto de sensación de rechazo y frustración a la opinión pública.
Pero esta frustración no es nueva; es acumulativa, por lo que el descrédito está instalado y la desconfianza se extrema, a tal punto de que produce conformismo en unos e indignación en otros. Es decir, un campo volátil para los aventureros que ofrecerán no solo el oro y el moro, sino también obras como cancha. Esto se verá con pasmosa repetición en las elecciones subnacionales del próximo año, donde todos los males se reproducirán en las regiones, provincias y distritos.
Nuestra élite política hereda lo peor del pasado y deshecha lo poco bueno que alguna vez hubo. Su miopía e insensatez la hace desperdiciar, como muchos momentos de la historia, las oportunidades que se le presentaron. Si los chilenos dieron este último domingo un ejemplo de prácticas democráticas, los políticos peruanos solo muestran sus bajos instintos.