Entre las recurrentes crisis de los últimos meses, ha pasado algo desapercibido un reciente reporte del Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés) emitido a inicios de año, que “Gestión” reseña con un titular impactante: “El riesgo número uno del Perú para este año es un ‘colapso del Estado’” (12/01/2022).
El tema no es menor. El “colapso del Estado”, según el WEF, implica una situación que deriva de “conflicto interno, ruptura del Estado de derecho, la erosión de las instituciones, golpe militar o inestabilidad global”. De estas circunstancias, solo pueden descartarse las últimas dos. Por un lado, las Fuerzas Armadas parecen estar menos interesadas que algunos sectores de la civilidad (incluyendo a oficiales en situación de retiro) en alguna aventura golpista a la vieja usanza y, por el otro, no parece haber alguna inestabilidad exógena que arrastre a la endeble política peruana.
En cambio, las otras tres condiciones han tenido un severo deterioro en tiempos recientes. Si bien la acción de grupos armados es limitada a algunas regiones (como el Vraem o zonas en que las economías ilícitas imposibilitan la acción estatal), el “conflicto interno” se ha pluralizado: distintas zonas del país donde se desarrollan industrias extractivas enfrentan distintas situaciones en las que la segunda variable (la ruptura del Estado de derecho) es una constante.
En el último año, con particular énfasis desde el inicio de la actual gestión presidencial, la situación se ha agudizado. Según cifras de la Defensoría del Pueblo, entre julio y noviembre, la cifra de acciones colectivas de protesta se incrementó en casi un 60%, pasando de 171 a 272. Esta condición puede ser el resultado de expectativas exacerbadas durante la campaña electoral que llevó al presidente Pedro Castillo al poder y a la actual gestión del monopolio de la represión estatal, que a veces parece obviarse.
En cuanto a la erosión de las instituciones, la tercera variable en mención, es evidente que hace algunos años se entró en una espiral que parece no detenerse. El actual Ejecutivo ha realizado nombramientos criticables en sectores importantes y, como lo demostraría la presunta injerencia en los ascensos militares, parece estar más interesado en motivaciones ajenas al bienestar general.
Sufren también otras instituciones claves del sistema democrático y, en consecuencia, de la actividad económica. Por ejemplo, la posición de la fiscal de la Nación sobre la investigación al presidente de la República grafica una práctica abdicación que constituye un pésimo precedente.
Los otros riesgos principales para el país (estancamiento económico prolongado, crisis de empleo y medios de vida, desigualdad digital, daño ambiental causado por el hombre y proliferación de actividades económicas ilícitas) son también enormes. Si bien no son resultado solamente de la acción o inacción de las actuales autoridades de los distintos niveles de gobierno, sí demandan de ellas una mirada que trascienda los intereses subalternos o las presiones particulares. ¿Hay espacio para un ánimo de enmienda?
Puesto en la escena regional, el Perú, Venezuela, Honduras y Nicaragua son los únicos países de América Latina que presentan como principal riesgo el colapso estatal. Ningún país de la Alianza del Pacífico presenta este riesgo como el principal (México, tercer riesgo; Chile y Colombia, cuarto riesgo), mientras que Bolivia la presenta muy rezagada (quinto riesgo). Ecuador ni siquiera presenta este riesgo en su ‘top five’.
Si algo ha demostrado el severo impacto de la pandemia, es la necesidad de repensar la acción estatal, trascendiendo dogmas, prejuicios y viejas dicotomías que oponen la acción estatal a la privada, y, sobre todo, dejando de mirar al Estado como un patrimonio del gobernante de turno. Solo entonces se podrá aspirar a un mejor Estado y salir del penoso espacio que hoy ocupa el país. ¿Alguien tomará esta bandera?