Uno de los aspectos que siempre me han llamado la atención de las campañas electorales es la falta de relación entre lo que los partidos dicen gastar y lo que obviamente gastan. Solo el valor de la publicidad con la que nos bombardean resulta mayor a lo que declaran.
¿En qué se gasta en una campaña electoral? Básicamente, en logística (viajes, mítines, combustible), materiales (banderolas, polos, almanaques) y, sobre todo, en publicidad (que es carísima). A esto hay que sumarle algunos gastos generales (personal, telecomunicaciones, alquileres). ¿Cuánto puede costar todo esto? Un par de expertos a quienes les he consultado me dicen que depende de varios factores, pero estiman que la campaña de un candidato que llega a la segunda vuelta cuesta unos US$5 millones. Si esta cifra fuese correcta, entre ambos finalistas gastarían unos US$10 millones. Siendo conservador, supondría que los demás candidatos gastan, entre todos, otros US$10 millones. Y si a eso le sumamos las campañas individuales para los 130 escaños congresales, fácilmente llegamos a los US$30 millones. Aun si esta cifra resultase exagerada (yo creo que no), queda claro que el monto que los partidos tienen que financiar para estar vigentes en la política nacional es bastante alto.
Por eso no es tan sorprendente lo recientemente declarado por Marcelo Odebrecht y Jorge Barata. Financiar una campaña electoral es tan difícil que los partidos están dispuestos a ser “flexibles” con su financiamiento. Por otro lado, desde el punto de vista de un donante, su contribución le garantizaría acceso a diversos estamentos del poder, por lo que tiene sentido financiar a más de un partido. Ojo, acceso. Las coimas, según lo que declaran estos señores, se negocian y pagan aparte.
Si queremos tener un sistema político más transparente, su financiamiento tiene que ser consistente con la realidad. Tiene poco sentido, por ejemplo, prohibir contribuciones de empresas. No porque no debiera ser así, sino porque igual se van a dar. Y es preferible que un congresista se vea obligado a explicar por qué presenta un proyecto de ley que favorece a una empresa que financió a su partido a que lo haga (porque igual lo va a hacer) cuando solo nos queda la sospecha.
Pero para que esto funcione tiene que ser difícil para los partidos disfrazar sus gastos de campaña. Una manera relativamente sencilla de lograrlo (aunque sea en parte) sería forzando a los medios a reportar el valor de la propaganda electoral que les venden. El monto es tan alto (varios millones de dólares) que sería muy difícil de justificar con cocteles, polladas o donantes de S/1.000. Además, los medios que concentran este tipo de publicidad (los de mayor llegada) son relativamente pocos y en la mayoría de los casos, formales. Los gastos en publicidad (una parte sustancial del total) se convertirían así en el mínimo que los partidos tendrían que justificar.
Este reporte debería cubrir también las campañas para el Congreso, cuyas fuentes de financiamiento son aun más oscuras y difíciles de supervisar. Esto hace que sean más fáciles de penetrar por el narcotráfico, la minería ilegal y otros intereses oscuros. De hecho, sería raro que Odebrecht no tuviese en su nómina a algunos padres de la patria. Ya nos enteraremos quiénes cuando le pregunten a Barata.