Qué triste paradoja que el Congreso, a pesar de todas sus leyes populistas, es la más impopular de nuestras instituciones. Los congresistas se llenan la boca hablando de sus grandes proyectos a favor del pueblo, y el pueblo los repudia. Alguna lógica oculta, sin embargo, guía su conducta. Algo que no entendemos bien hace políticamente rentable esa retórica. Quizás no sea tan importante si la gente habla bien o mal de ellos, siempre que hable de ellos. Eso les da lo que los publicistas llaman ‘top of mind’ y ‘brand awareness’ para unas próximas elecciones.
Cuando el susto y la sorpresa se disipen y las interpretaciones cargadas de idealismo de los eventos de los últimos días cedan paso a la cruda realidad, los propósitos de enmienda caerán en el olvido y el Congreso volverá a ser lo que hasta ahora ha sido. Si tuviéramos que apostar, apostaríamos que eso es lo que va a pasar.
Lo mismo cabe decir del otro lado de esta ecuación, el electorado, incluyendo, por supuesto, a la “generación del bicentenario”. Hoy se indigna frente a los congresistas que eligió menos de diez meses atrás. Ayer se indignaba frente a los que había elegido hacía tres años. Ya llegará el día en que se indigne frente a los que elija en abril. Las exhortaciones a que aprendamos a votar responsablemente no son más que buenos deseos sin mucho asidero en la naturaleza humana. Nada de lo que pasa por reforma política cambia las reglas fundamentales del mercado electoral.
El ensalzamiento de la juventud, parte del menú del día, es un plato que se sirve cada cierto tiempo. La pregunta del presidente Sagasti en su discurso inaugural –¿en qué momento su generación se olvidó de sus ideales?– se la hacen tarde o temprano todas las generaciones. Antes de ensayar una respuesta, sería bueno preguntar por la pregunta misma: ¿cuáles eran exactamente esos ideales?
Se ha hablado de que los jóvenes marchaban exigiendo que se respete su derecho a la protesta, un derecho que, por lo visto en la televisión, nadie ha conculcado. Se ha dicho que marchaban en defensa de su derecho a elegir, un derecho que han ejercido reiterada e irreflexivamente, como todos, y que tampoco nadie ha puesto en tela de juicio.
Detrás de los cánticos y cacerolazos no se advierte un objetivo concreto, sin embargo. Inclusive el reclamo de una nueva Constitución, que seguramente se convertirá en el lema de campaña de algunos candidatos, es difuso. Podemos suponer que se refiere principalmente al capítulo económico, pero nadie dice qué quiere cambiar ni cómo. La vaguedad es una aliada de las proclamas electorales.
Volvemos así a nuestro punto de partida. La protesta expresa un rechazo a lo que se percibió como un asalto al poder, pero la dimensión de la misma no se explica sin la impopularidad del Congreso. No se vio nada parecido tras el último “autogolpe” porque en esa oportunidad el golpe les cayó a los congresistas. La impopularidad tiene que ver con la impudicia y el blindaje que practican entre ellos; no tanto con el fondo y la forma de su labor legislativa.
Pero es esto último lo que más daño le hace, en realidad, al país. Se necesitan cambios al reglamento del Congreso para bajarle la velocidad y forzarlo a meditar pausadamente antes de tomar decisiones transcendentales como la vacancia y otras no menos trascendentales como las leyes que nos gobiernan.