El presidente Pedro Castillo no hizo casi nada de lo que prometió en la campaña electoral, porque no hubo voluntad política o porque no pudo. Mejor. Esa combinación de programa trasnochado de Perú Libre y generalidades servían para la retórica de la campaña electoral, pero jamás para gobernar. Para esto se requieren ideas convertidas en políticas públicas, personal capacitado para ponerlas en práctica, y liderazgo. En el caso de este gobierno, no hubo nada de eso. Como se ha repetido en reiteradas oportunidades en esta columna, la candidatura de Pedro Castillo no tuvo el propósito de ganar, sino de permitir, con suerte, que su vehículo electoral, Perú Libre, superara el umbral de representación y mantuviese la inscripción.
Ganó como ganan los ‘outsiders’: sorprendente e intempestivamente. Rara vez una candidatura improvisada puede producir un buen gobierno. Pero la aparición de Castillo en la escena pública es producto de varias décadas de progresiva decadencia de la política peruana. El voto de Pedro Castillo, más allá del antifujimorismo, recreaba esa representación simbólica de vastos sectores excluidos y, sobre todo, fuera de Lima.
Obviamente, no hizo lo que no sabía, sino lo que entendía, cuando obtuvo el poder, proyectando quizá sus usos y costumbres. Se abocó a ocupar parte del aparato del Estado con miembros de sus círculos próximos: familiares, vecinales, magisteriales y paisanos, sin más requisito que su cercanía y confianza. Personal que procedió, por su incompetencia, a paralizar el Estado y, por sus intereses personales, a favorecerse económica y materialmente.
Pero el gobierno de Pedro Castillo no tenía una mayoría absoluta en el Congreso, como lo consiguieron Alan García en los 80 y Alberto Fujimori en los 90, ni un partido organizado como el Apra. Tenía un partido como Perú Libre con las mismas incompetencias, pero con un discurso cargadamente ideologizado de un conservadurismo de izquierda, al que tuvo que repartir puestos y prebendas, al igual que con otros congresistas de diversas bancadas.
Pasado un año, el desastre es total, incluida la economía que antes se manejaba por cuerdas separadas. El tema es que ingobernabilidad y corrupción van de la mano. Si la política se ha judicializado mucho en los últimos tiempos, ahora el Ministerio Público, dando un giro drástico, ha abierto ya seis procesos de investigación que comprometen al presidente de la República. Si Pedro Castillo, encabezando desde un inicio un gobierno débil, trataba de sobrevivir, ahora más que nunca se aferra al cargo para tratar de no perder la libertad, como ve que ocurre con su entorno.
Por eso, ha pasado de ser un presidente silencioso que no prestaba declaraciones a desatar una febril campaña comunicativa que arrastra a sus ministros a los inocuos consejos de descentralizados, visitas a diversas localidades y presentaciones en Palacio de Gobierno con invitados dispuestos a aplaudir, acompañado del poco controlado premier Aníbal Torres, vociferando cual plaza pública, ofreciendo, amenazando y victimizándose. Ha pasado, por eso, de presidente a candidato. Si el primer cargo le es esquivo, el segundo lo hace con solvencia, pues ofrecer no cuesta nada, sobre todo, cuando está en riesgo su presente como presidente y su futuro como ciudadano libre.
El problema es que esto ocurre en medio de un escenario polarizado, en donde la oposición en el Congreso no necesita esforzarse para estar más desaprobada, el Estado se corroe, las políticas se diluyen, las instituciones se resquebrajan y la frustración ciudadana se acentúa. Y es que, al ser un candidato fuera de temporada, lo único que hace es echar más leña al fuego.