Los niveles de desinterés en estas elecciones han llegado a grados extremos. Esto tiene que ver con varios aspectos relacionados. En primer lugar, un proceso electoral después de el del 2021 encuentra a un electorado cansado, con representantes elegidos que, desde el primer mes, fueron reprobados por una ciudadanía tantas veces desengañada, decepcionada y, a su vez, sin expectativas de que las cosas cambien para mejor.
A esto hay que agregarle la prohibición de la reelección de autoridades regionales y locales (instaurada en el 2014), cuyos efectos perniciosos los vemos desde la elección anterior. Las buenas autoridades deben dejar sus cargos a los cuatro años, abriendo las puertas a una larga fila de políticos inexpertos con débiles o interesadas relaciones con los partidos o movimientos regionales. Políticos, muchos de ellos, con dudosos antecedentes, cuando no sentenciados o procesados, en una dinámica de cambio de partidos que hace que pocos candidatos permanezcan en una sola organización, salvo excepciones. De esta manera, la relación de los candidatos con las organizaciones políticas es laxa, débil y, en gran porcentaje, desaparece luego de terminada la elección, para dar paso a una autoridad sin control, altamente personalizada.
En términos de la campaña electoral a nivel municipal, esta es ahora básicamente territorial, pues a partir de este proceso los partidos no pueden comprar espacios en medios de comunicación. La franja electoral que ofrece el Estado solo financia a los que compiten a nivel regional; es decir, los candidatos deben desarrollar todos sus esfuerzos con recursos privados, lo que los hace vulnerables ante los que financian campañas para beneficios –en muchos casos– mercantilistas o mafiosos. Se trata de organizaciones políticas que, salvo para el caso de sus líderes o dueños, no sostienen financieramente las campañas de sus candidatos. De tal forma que la gran mayoría de los más de 83 mil candidatos tiene que proveerse sus propios recursos, cosa que solo un puñado de ellos puede. Esto, debido a que los aparatos partidarios son débiles e informales –no las portátiles personalistas– y, por eso, las calles y plazas están más que desiertas.
Los partidos son pobres y los candidatos lo son en todos sus aspectos. Como ejemplo, los candidatos ofrecen lo que no pueden cumplir, desconocen las funciones regionales o municipales y generan un festín de populismo. Esto se dejó ver de manera patética en los debates electorales. Estos dejaron más dudas que respuestas y, cuando no, legítimas decepciones. Y si extendemos la mirada a las campañas en las redes sociales, hay una tendencia de los candidatos a tratar a los electores como débiles mentales. El único programa que se muestra es el programa de la generalidad o la demagogia. Lamentablemente, estos candidatos son los reales y los partidos son formales.
Sin embargo, nuestras próximas autoridades regionales y municipales –cerca de dos mil– lo serán en espacios de poder con serios problemas. Nuestro territorio, con gobiernos regionales, municipales provinciales y distritales con funciones y competencias mal establecidas y con autonomías que dificultan cualquier gobierno medianamente razonable, en el que, a las diferencias económicas y sociales, se les agrega las de Lima con el resto del país.
Todo esto produce una inequidad que crea una legítima insatisfacción. Las actuales autoridades subnacionales tienen muy baja ejecución presupuestal, pese a contar con recursos que se triplicaron en los últimos años. Han dejado obras de servicios públicos necesarias inconclusas y paralizadas. Lo que no se paralizará es el mal gobierno y la corrupción que brota en medio de malos políticos electos bajo pésimas reglas. Lo que sí puede cambiar algo son las corrientes de opinión sobre los candidatos en estos cinco días que, en términos electorales en el Perú, es casi un largo plazo. Para el 2 de octubre nada está dicho.