En la competencia por erigirse como el mal menor en esta segunda vuelta electoral, Keiko Fujmori ha hecho poco, y Pedro Castillo, nada.
Desde esta columna, hemos analizado, en las últimas semanas, las declaraciones y los gestos de la lideresa de Fuerza Popular, criticándolos por ser escasos (buscando endosos de otros partidos, en lugar de alianzas), mezquinos (su equipo técnico “ampliado” parecía un ‘remake’ noventero del fujimorismo) y tardíos (recién la semana pasada, reconoció los errores de la ‘bankada’ en las censuras de Jaime Saavedra, Fernando Zavala, y en el impulso de leyes contra la prensa).
Duplicar el ejercicio con el candidato de Perú Libre es especialmente desafiante, por la exigua transparencia de su candidatura. Sus vacuas alocuciones en un mitin parecen un calco del anterior. Arengas contra la prensa, la clase política y los oligopolios empresariales. Promesas vacías que solamente cuentan un resultado (educación y salud gratuitas, menos pobreza), mas no el camino para conseguirlo. Una que otra amenaza para “desactivar” algún poder del Estado u organismo constitucionalmente autónomo como la Defensoría del Pueblo o el Tribunal Constitucional. Y victimización, mucha victimización.
Cuando algún reportero tiene la suerte de alcanzarle un micrófono y pedirle que desarrolle sus planteamientos, el exlíder sindical esquiva con frases hechas como “el pueblo decidirá”. Cuando se le inquiere acerca de expresiones antidemocráticas provenientes de los líderes de su partido (como Vladimir Cerrón o Guillermo Bermejo), el profesor dicta clases de gimnasia argumentativa con respuestas del tipo “el señor fulanito no tiene nada que ver en esta lucha”. Ante los requerimientos para conocer su plan de gobierno y los integrantes de su equipo técnico, el candidato presidencial hace una colecta pública: “Si tienen un plan de gobierno para el país, tráiganmelo”. Tantas incógnitas sin resolver permiten despejar una duda: La improvisación no es un recurso de Castillo, es la esencia de su propuesta.
Resulta agobiante que quien aspira a la máxima magistratura del país no se haya preocupado por los aspectos más elementales que dicha tarea demanda. Pese a hallarse en segunda vuelta –más por deméritos ajenos que por virtudes propias– Castillo decidió no hacer su tarea y confiar en que el antifujimorismo le regalaría la presidencia.
No moderó su discurso. Nunca desarrolló un mínimo plan de gobierno. No intentó sumar genuinamente a expertos en las materias donde más lo necesitaba (reactivación económica, por ejemplo). Nunca concedió una entrevista completa a un medio de comunicación. Castillo se arropó en una arrogancia imperdonable para quien pretende liderar un país en crisis.
Uno podría aventurarse a explicar la opacidad del candidato de Perú Libre en otras razones más allá de la soberbia que le produce liderar las encuestas o conocer el elevado antivoto de la señora Fujimori. Pero una de esas hipótesis alternativas sería aún más alarmante.
Porque quizá no sea que Castillo considere innecesario dar explicaciones al electorado, sino más bien que teme que tal esclarecimiento le resulte perjudicial para sus intereses.
Y, entonces, tal vez, Castillo sí respalda el ideario marxista y leninista de Perú Libre. A lo mejor, Castillo no quiere deslindar de personajes como Vladimir Cerrón o Guillermo Bermejo. Puede ser que un holgado rabo de paja le impida a Castillo reprochar algo a los 249 militantes de Perú Libre que firmaron los planillones del Movadef.
Sea por petulancia o porque tiene algo que ocultar, resulta inaceptable que un aspirante presidencial se comporte como un topo que asoma la cabeza solo cuando le conviene. Si cuando candidato, Castillo siente que no tiene que rendirle cuentas a nadie, inquieta imaginar cómo se comportaría si fuera presidente.