La reciente encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), divulgada el fin de semana (“La República”, 30/4/2023), trae poca novedad en el frente político (la aprobación de los poderes del Estado se mantiene estática). En cambio, grafica con crudeza lo que viene siendo uno de los problemas contemporáneos más complicados, sobre el que los sucesivos gobiernos han hecho poco: la seguridad ciudadana.
En efecto, y aunque los datos pueden parecer una verdad de Perogrullo, el sondeo le pone cifras a una sensación casi generalizada. En conjunto, solo uno de cada cuatro encuestados (26%) puede caminar con cierta calma por las calles, pues dice sentirse “algo seguro” (19%) o “muy seguro” (7%). Es decir, la sensación de inseguridad es mayoritaria: uno de cada tres se manifiesta “algo inseguro” (32%), mientras que el 43% dice sentirse “muy inseguro”.
La sensación de inseguridad está marcada, además, por factores de ubicación geográfica, género y nivel socioeconómico (NSE). La proporción de gente que se siente muy insegura en la capital es del 55%, 12 puntos porcentuales más que el promedio nacional, y cercana a la mitad (48%) entre las mujeres. En el otro extremo, es marcadamente menor en los niveles A/B: 30%.
Otro dato para considerar con mucha atención es el referido a la confianza que generan las fuerzas del orden. Si bien la encuesta no presenta en todos los casos antecedentes que permitan ver la evolución, la situación actual es de una marcada desconfianza, que alcanza incluso a los serenazgos, muy presentes en las zonas urbanas del país. La policía, por ejemplo, genera –en conjunto– poca o nula confianza en siete de cada diez encuestados: 37% y 32%, respectivamente.
Los serenazgos, en teoría el mecanismo de seguridad más cercano al ciudadano, también generan mayoritaria desconfianza. Sumando a aquellos en los que despierta poca o nula confianza, se supera el 60%: 28% y 33%, respectivamente. De nuevo, el pico se presenta en los NSE menos privilegiados: D/E = 44%, 11 puntos por encima del promedio.
En tanto, la opinión sobre las Fuerzas Armadas se ha devaluado considerablemente. Hoy, en conjunto, solo uno de cada dos encuestados confía mucho (21%) o algo (28%) en ellas. En agosto pasado, la cifra era, en conjunto, 16 puntos porcentuales mayor: mucha confianza llegaba al 27% y algo de confianza estaba en 38%. Comprensiblemente, la cifra de desconfianza máxima (nada) llega a picos en el Perú rural, el sur (ambos con 27%) y los NSE D/E (26%).
Los números, como se decía antes, grafican la comprensible sensación de desamparo generalizado. La combinación de inseguridad y desconfianza hacia las instituciones que deberían dotar al ciudadano de cuidados mínimos hacen que la decepción sea la norma. Ello sin contar las serias limitaciones que arrastra el sistema de administración de justicia.
Inevitablemente, la población recurrirá a la solución privada (que dote de alarmas o efectivos de seguridad las 24 horas) o a la mano propia, con las consecuencias que esto puede significar. No en vano la iniciativa ‘chapa tu choro’, surgida en el interior del país, fue tan popular hace algunos años. Tampoco debe sorprender la barbarie observada hace algunos meses, cuando algunas rondas campesinas o urbanas imponían castigos al margen de la ley.
Así pues, la situación actual parece un lema publicitario inverso: en contraste con el mote que utilizaba hace algún tiempo una institución bancaria, lo que proyecta el Perú cotidiano es inseguridad y desconfianza. Esta coyuntura puede marcar una creciente expectativa por la mano dura y por las soluciones facilistas y autoritarias, persuasivas para un amplio sector de la población, aunque marcadamente ineficientes. Ojalá se haya aprendido de la historia.