El conocimiento de la vida social en poco tiempo ha pasado de ser una materia impresionista a una ciencia objetiva basada en la observación y la medición. La subjetividad del sociólogo y la elucubración teórica de los primeros economistas han sido reemplazadas por el microscopio y la balanza del investigador científico, quien mide y clasifica a la humanidad como bichos en las gavetas del Museo de Ciencias Naturales. Para cada aspecto de la vida colectiva, se ha inventado una matemática de medición que nos permite poner nota a algún aspecto de la vida en sociedad, y esos números acaparan ahora las noticias y lideran las interpretaciones de nuestra sociedad.
La gran mayoría de esas mediciones son un invento reciente. Cuando nació este columnista, no existían las cifras de PBI, pobreza, logro educativo, costo de vida, desigualdad económica, calidad comparativa de las universidades, gobernanza corporativa, riesgo crediticio, contaminación ambiental, creatividad institucional, competitividad nacional o regional, facilitación de negocios, teleaudiencia, corrupción, calidad de vida urbana, seguridad ciudadana, preferencias políticas, felicidad y menos aún la novísima calificación del ‘best place to work’. Lo nuevo no es la evaluación y comparación interpersonal, actividades sin duda practicadas por nuestros antecesores prehistóricos. Lo nuevo es el uso de números con pretensión de rigor científico. Hoy casi todo argumento público se abre y se cierra con una estadística.
Mi vida ha coincidido con esa explosión numérica e, incluso, me tocó contribuir a ella. Recién salido de la universidad, mi primera asignación profesional fue recalcular las recién publicadas estadísticas del PBI peruano, labor frustrante por la inexistencia de encuestas. Hoy es impensable la gestión política sin conocer los detalles y vaivenes del PBI, pero esa información solo empezó a existir a mediados del siglo XX. Adam Smith bautizó su obra clásica como “la riqueza de las naciones”, pero su libro no contiene una sola estadística de la macroeconomía. Paradójicamente, la segunda obra que más ha influido en el desarrollo de la ciencia económica, “Teoría general del empleo, el interés y el dinero” (1936), de John Maynard Keynes, tampoco contiene cifra alguna sobre la macroeconomía. También me tocó colaborar con las primeras mediciones de la desigualdad y de la pobreza, realizadas en las décadas de 1970 y 1980, creando cifras que transformaron el debate redistributivo antes basado en conceptos imprecisos como proletariado y clases trabajadoras hacia categorías más concretas y útiles para las políticas sociales, como la identificación geográfica a través del mapa de la pobreza y la distinción entre pobreza monetaria y carencias nutritivas, de agua potable y otras.
Ninguna estadística constituye por sí sola una revolución científica, pero el efecto conjunto de la masiva comparación numérica sí termina siendo un cambio potente en la forma en que percibimos la vida social. Podría ser comparada con otros avances científicos del pasado cuya esencia fue la creación de un nuevo instrumento de percepción. El caso emblemático fue el telescopio de Galileo Galilei, pero también el microscopio y los rayos X resultaron ser revoluciones en el conocimiento y en la capacidad tecnológica. En cada caso, el efecto fue comparable al de encender la luz en un cuarto antes oscuro alumbrando repentinamente y con nitidez realidades que se sospechaban o conocían borrosamente. En mi opinión, la masificación de la medición potencia enormemente la identificación de necesidades, posibilidades de intervención y, así, la eficiencia potencial de la gestión social.
Sin embargo, la tecnología de la medición trae también problemas potenciales. Primero, porque lo que no se mide, termina no existiendo o, por lo menos, reducido en su prioridad o importancia. Segundo, porque somos un país de anuméricos, fácilmente engañados por los números que se nos presentan. Ya lo decía el humorista estadounidense Mark Twain: “Hay tres tipos de mentira, las mentiras, las mentirotas y las estadísticas”.