Dos eventos han reanimado en la última semana el debate sobre los límites que las rondas campesinas deberían tener en nuestro país: el secuestro de un equipo de periodistas por ronderos en Cajamarca (con comunicado forzado incluido) y el secuestro y tortura de un grupo de mujeres acusadas de hechicería en La Libertad.
Desde la izquierda, el ánimo ha sido minimizar estos hechos y, por ende, la responsabilidad de estas fuerzas de seguridad campesinas en lo que bajo cualquier criterio jurídico son violaciones a los derechos humanos. El argumento es que prácticas como la “detención” de ciudadanos y los castigos, a veces físicos, impuestos por los ronderos están en conformidad con el derecho consuetudinario. Es decir, que son medidas coherentes con las tradiciones y costumbres de las comunidades en las que se llevan a cabo y que, por ello, no deberían ser evaluadas con concepciones capitalinas de razonabilidad.
“Tú no lo entenderías, limeñito”, es en buena cuenta lo que se está diciendo. Y se ha sugerido que algunos ciudadanos gozan de una especie de inmunidad cultural frente a algunas transgresiones. Pero esta idea de que existen espacios donde los ronderos pueden actuar como fiscales y jueces es problemática por varias razones.
En primer lugar, porque, como le dijo a esta columna el constitucionalista Erick Urbina, “el derecho consuetudinario está subordinado a la Constitución”. Simplemente nuestros derechos constitucionales no varían dependiendo de la cosmovisión de la región en la que estamos.
El artículo 149 de nuestra norma fundamental, en el que se alude al rango de acción de las rondas campesinas, deja poco espacio a la interpretación. Reconoce el derecho consuetudinario, pero condicionándolo a que no se “violen los derechos fundamentales de la persona”. En los casos mencionados, los ronderos han pisoteado varios de estos: a la libertad, a trabajar libremente (en el caso de los periodistas), a la libertad de expresión y el derecho a no ser víctima de violencia moral, psíquica o física, ni sometido a tortura.
También la Ley 27908 (Ley de Rondas Campesinas), promulgada en el 2003, lo explicita desde su primer artículo, cuando señala que las rondas deben trabajar “conforme a la Constitución y la ley”. En corto, es mentira que los ronderos puedan secuestrar y torturar amparados en el derecho consuetudinario.
Pero más allá de la ineludible discusión legal, lo más preocupante es que se defienda, dentro de un estado de derecho y so pretexto de una apertura más condescendiente que tolerante, la idea de que la cultura y las costumbres son coartadas aceptables para ciertos crímenes. Bajo esa lógica, una comunidad etíope en nuestro país debería poder mutilar los genitales de sus mujeres (una práctica que afecta a más de la mitad de las mujeres en ese país) y miembros de la Iglesia fundamentalista de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días de Estados Unidos podrían casarse y tener sexo con niñas porque, usted sabe, es su “costumbre”.
La Constitución y el espíritu de la democracia liberal defienden que cada ciudadano pueda mantener y practicar sus creencias morales, religiosas y profesar su preferencia política. Pero nuestros derechos terminan donde empiezan los del otro. La interculturalidad es importante, pero no debe hacernos ciegos ni permisivos. La imposición de “costumbres” cuando estas atentan contra los derechos humanos es inaceptable. Sobre todo, cuando suponen un régimen legal paralelo, marcado por la arbitrariedad. Y en el caso del secuestro de mujeres por “hechiceras” y de periodistas por lo que publican es claro que hay mucho capricho y subjetividad.
Un sistema legal solo funciona si es predecible, si las leyes que hay que cumplir son explícitas y si somete a los ciudadanos a un debido proceso. Nada de eso existe cuando la justicia se administra a chicotazos.