El perro es una innovación. Se dio hace por lo menos 20.000 años cuando algunos humanos domesticaron lobos y empezaron a criar distintas razas. La bombilla de luz, las maletas de rueda y la computadora también son innovaciones.
Desde la prehistoria, la innovación ha cambiado el rumbo de nuestras vidas y es, según Matt Ridley, “el hecho más importante del mundo moderno, pero a la vez uno de los menos entendidos”. Ridley es el autor de un nuevo libro revelador “Cómo funciona la innovación” (“How Innovation Works”). En él, repasa la historia de docenas de innovaciones para explicar que ese fenómeno es la causa principal del enorme progreso de los últimos tres de siglos. De su estudio derivan numerosas lecciones.
La innovación casi siempre ocurre de manera gradual y no repentina. “No es un fenómeno individual, sino colectivo, incremental y desordenado”, basado en redes. ¿Quién inventó la computadora? Tendríamos que retroceder 200 años al telar de Jacquard y repasar un sinnúmero de contribuciones e innovadores. Lo mismo ocurrió con el carro y casi toda otra innovación, a pesar de que a veces las identificamos con algún ‘genio’ como Ford, quien descubrió la manera de hacer accesible el automóvil a la sociedad.
La innovación, por lo tanto, es colaborativa, y las mismas ideas suelen ocurrírseles a varios individuos de forma independiente y al mismo tiempo. El telégrafo, el termómetro, la fotografía y la aguja hipodérmica son ejemplos de inventos simultáneos. Veintiún personas inventaron la bombilla de luz al mismo tiempo. Si no hubieran existido Thomas Edison o los hermanos Wright, igual disfrutaríamos de la luz artificial o de los aviones.
No es lo mismo la innovación que el invento. Uno puede inventar algo novedoso, pero la gran diferencia la hacen los innovadores que descubren la manera en la que la idea pueda servir a la sociedad, típicamente al mejorar la idea y bajar sus costos. Las innovaciones existen porque la humanidad ha llegado a cierto nivel de conocimiento y por el surgimiento de su demanda.
No se puede planificar la innovación, ni siquiera los innovadores pueden. Las innovaciones se deben frecuentemente a la mera suerte o al descubrimiento no planeado. Fue pura casualidad que Alexander Flemming descubriese la penicilina. Los fundadores de Google no empezaron con la idea de crear un buscador. La meta inicial de los fundadores de Twitter fue ayudar a la gente a encontrar podcasts. Las innovaciones son impredecibles.
Por las mismas razones, el Estado empresarial no ha sido eficaz a la hora de promover la innovación, según Ridley. Contrario a lo que afirman quienes abogan por el financiamiento público para productos innovativos, por ejemplo, el Gobierno Estadounidense no creó ni intentó crear un Internet global. Solo cuando el Estado liberalizó esta tecnología, el sector privado y las universidades pudieron convertir el Internet en lo que conocemos hoy.
Ridley observa que la idea de que la ciencia conduce a nuevas tecnologías e innovaciones –a menudo usada para justificar subsidios públicos para la ciencia– es solo parcialmente correcta. Es igualmente cierto decir que el conocimiento científico es producto de mejoras tecnológicas e intentos de entenderlas. Las primeras inoculaciones se hicieron sin que la gente entendiera por qué funcionaron. El intento por resolver problemas en la industria del yogur contribuyó a que se inventara el método revolucionario de edición genética conocida como Crispr (que podría ser usado para tratar el COVID-19).
La innovación requiere de ensayo y error. Es decir, requiere de la posibilidad de experimentar y fracasar. Solo así se descubre el éxito y se produce el progreso. O como dice Ridley: “La innovación es la hija de la libertad y la madre de la prosperidad”.