La preocupación principal –y promesa de acción– de la mayoría del Congreso cuando se conducía como opositora implacable contra Pedro Castillo era que el país estaba ante la urgencia de defender y consolidar el sistema democrático frente a las amenazas que representaban el “castillismo” y otros radicalismos.
Sin embargo, esa misma mayoría es hoy centro y motor de la crisis del orden democrático. Sus integrantes han convertido en una práctica regular la injerencia en otros poderes del Estado y en organismos constitucionales autónomos como la Junta Nacional de Justicia. Virulentos opositores a la propuesta de una nueva Constitución, han modificado decenas de artículos de esta. Van tras el sistema electoral, lo que genera una alta incertidumbre sobre el proceso y los resultados de los comicios del 2026. Se han autoprotegido y lanzan reiteradas amenazas contra la libertad de expresión. Se han autoproclamado unilateralmente, además, como “primer poder del Estado”.
En menos palabras, esos legisladores han convertido al Congreso en símbolo de la prepotencia y la incertidumbre. ¿Cómo esperar que se conviertan en paladines de la lucha por el respeto a la ley y las normas si son los promotores primordiales del estilo “el que puede, puede”? (un estilo que, además de romper las reglas democráticas, como “buen” mal ejemplo inunda las calles y contamina el comportamiento cotidiano).
El liberalismo político y cultural ha pasado a ser otro de los principales blancos del extremismo parlamentario. Así, convierten la democracia en palabra hueca y la Constitución en un compromiso vacío de contenido. En parte por ello, el descreimiento se apropia de la actitud y la sensibilidad de los ciudadanos. Más aún cuando, en paralelo, el porcentaje de pobreza ha crecido al 29%, lo que significa que en el 2023 casi 600.000 personas más que en el 2022 (9′780.000 peruanos en total) no alcanzaron a cubrir la canasta básica de consumo, calculada por el INEI en S/446 mensuales por habitante.
Ante esta realidad, y sabiendo que la mayoría de los congresistas del extremo aludido deben estar pensando en que –por más esfuerzos que hagan– es nula o muy escasa la posibilidad de su reelección, no queda sino plantearse una pregunta crucial: ¿es posible imaginar que las mismas personas que han organizado y promovido desmanes jurídicos y antidemocráticos durante los últimos 17 meses organicen unas elecciones generales limpias? ¿Será posible tal milagro?