Se suponía que en el último consejo de ministros del año que acaba de terminar se iba a discutir un decreto legislativo para dar beneficios tributarios a las empresas que contraten nuevos trabajadores y los pongan en planilla. No sabemos qué pasó, pero el decreto no ha sido aprobado; al menos, no todavía. Quién sabe si para cuando este artículo se publique ya lo haya sido. Ojalá que no, porque no es una buena idea.
El beneficio tributario puede presentarse de distintas maneras, pero todas, en esencia, se reducen a lo mismo: que el estado pague directa o indirectamente una parte de los costos salariales y no salariales de los nuevos trabajadores; en otras palabras, un subsidio al empleo. Se trata, en apariencia, de una medida positiva porque incentivará la creación de puestos de trabajo formales. Pregúntese, sin embargo, el lector cuándo es que se necesita el subsidio.
Si una empresa estima, en base a los antecedentes, calificaciones o habilidades de una persona, que ésta es capaz de producir más de lo que cuesta mantenerla en planilla, no es necesario ningún subsidio para que la contrate. Sabe que le conviene porque agregará más a sus ingresos que a sus costos y contribuirá, por lo tanto, a aumentar sus utilidades. Pero esos trabajadores ya están contratados el día de hoy o lo estarán próximamente, con o sin beneficio tributario.
El beneficio tributario es necesario solamente cuando el trabajador no produce lo suficiente como para justificar el sueldo que se le paga más todos los costos no salariales que manda la ley. A la empresa, obviamente, no le conviene contratarlo, salvo que alguien –el estado, por ejemplo– asuma una parte del costo. En tales circunstancias, el subsidio puede servir para crear un puesto de trabajo, pero ese puesto de trabajo durará lo que dure el subsidio.
Seguramente el gobierno estará pensando en un subsidio temporal, hasta que la productividad del trabajador se nivele con el costo de contratarlo. Pero ¿cómo se enterará? ¿Va a mandar a la Sunafil a medirla? La empresa tiene un incentivo para no revelar los aumentos de productividad, si la consecuencia de hacerlo es perder el subsidio. Dudará también en subirle más adelante el sueldo al trabajador, así lo merezca, porque el gobierno podría interpretarlo como un reconocimiento de que la productividad ha aumentado y retirarle el subsidio.
Una alternativa es ponerles fecha de caducidad a los beneficios tributarios, como ha sugerido el primer ministro para todas las regulaciones que emita la administración pública. Pero no es una alternativa creíble porque al acercarse esa fecha el gobierno se enfrentará a la posibilidad de que algunas personas –o muchas, dependiendo de cuán efectivo resulte el decreto– pierdan su empleo. La vigencia de la norma se extenderá, primero, “por única vez” y luego terminará perpetuándose.
Hay otro peligro que se cierne sobre aquellas empresas que reciban los beneficios tributarios. El incentivo a la creación de empleo es, al mismo tiempo, un desincentivo a la inversión en tecnología, porque hace más barato que ciertas tareas se ejecuten manualmente. Eso, a la larga, las volverá menos competitivas.
Las interferencias con el mecanismo de oferta y demanda que regula los precios –y el salario es un precio también– tienen la mala costumbre de ocasionar más problemas de los que resuelven.