En un hipotético caso en el cual el presidente Pedro Castillo deje el cargo, sea por vacancia –medida, en mi opinión, inconstitucional– o renuncia, y también lo haga –aunque no está obligada– Dina Boluarte como vicepresidenta, la presidenta del Congreso, María del Carmen Alva, convocaría inmediatamente a elecciones. Aquí se ha abierto una discusión. Desde el Congreso, se ha anunciado, rápidamente, que solo serían elecciones presidenciales y no parlamentarias, con lo que conseguirían deshacerse del Gobierno y los congresistas podrían mantenerse hasta el 2026.
El tema es complejo, por eso, es necesario revisar los antecedentes de sucesión presidencial y elecciones. En 1903, a la muerte del presidente Manuel Candamo, y habiendo fallecido Lino Alarco, el primer vicepresidente, antes de iniciado del período, se declaró la vacancia presidencial por fallecimiento (hecho objetivo) y Serapio Calderón, segundo vicepresidente, convocó a elecciones presidenciales. Salió elegido José Pardo y Barreda por un período de cuatro años, no para completar el mandato, pese a que había transcurrido apenas un año. No se convocó a elecciones parlamentarias, pues la renovación del Congreso era parcial, tanto en diputados como en senadores, en el marco constitucional de 1860.
Es debido a la Constitución de 1920, que ordenó escribir Augusto B. Leguía, que las elecciones presidenciales y parlamentarias son siempre simultáneas, como ha ocurrido con los 20 procesos electorales hasta la actualidad. Pero este no es un tema meramente de fechas y procedimientos, sino que nuestro diseño institucional se basa en que la representación de ambos poderes nace de un mismo acto, teniendo efectos en el resultado electoral. De esta manera, los poderes del Estado se miran como espejos y se relacionan en base a un mismo período. No existe desfase.
Pensar en elecciones solo presidenciales quebraría el diseño institucional de la relación entre ambos poderes del Estado, variándose el fin y el inicio del mandato. El presente Congreso tendría un nuevo presidente, sin que este pudiese articular una bancada y una probable mayoría en el Congreso, salvo que provenga de los actuales opositores. La Constitución tampoco señala expresamente –como sí ocurre con la elección de los parlamentarios que son elegidos tras la disolución del Congreso– que esta elección presidencial sería para concluir el mandato.
Cuando la sucesión llega a la Presidencia del Congreso, estamos delante de una crisis total de representación. Nuestro sistema presidencialista, como ninguno en el mundo, está compuesto por mecanismos parlamentarios recogidos de los diseños europeos. Pero en aquellos países, llegada una crisis generalizada, se adelantan elecciones. Así ocurrió en nuestro país, a fines del 2000, con la caída del régimen fujimorista. Pese a haber transcurrido menos de un año del período del mandato, previa renuncia de los dos vicepresidentes, y sobre la base de un acuerdo político, se convocó a elecciones, tanto presidenciales como parlamentarias, por cinco años y no para completar un mandato.
El verdadero temor de los congresistas a unas elecciones adelantadas es perder su escaño y no poder postular, pues está prohibida la reelección parlamentaria. El problema es de intereses, pero no se puede obviar la realidad. El presidente tiene una desaprobación cercana al 70%; el Congreso, una ligeramente menor; y ambos han perdido aceleradamente su legitimidad. El país no da para más. Se debe convocar a la ciudadanía, sobre la base de un amplio acuerdo político, para que se encargue de crear una nueva representación presidencial y parlamentaria, pero con nuevas reglas, reforma política y apertura de la oferta electoral. Si no, tendremos más de lo mismo. Esta salida exige un nivel de desprendimiento y de altura política. Aquí es donde la luz se oscurece.