Hace poco más de un año, espontáneas, intensas y descentralizadas movilizaciones, particularmente de jóvenes, acabaron con el gobierno ilegítimo de Manuel Merino en menos de una semana. Fue un hecho histórico que, guardando las distancias, solo es comparable con las movilizaciones que terminaron con el gobierno de facto de los hermanos Gutiérrez en el siglo XIX.
Pero esto no es propio de nuestro país. En las últimas tres décadas, cerca de una veintena de presidentes en Latinoamérica tuvieron que dejar el poder interrumpiendo su mandato debido a crisis sociales, económicas o por corrupción. A diferencia del siglo pasado, cuando esto ocurría debido a golpes militares, ahora esto se debe a renuncias motivadas por intensas movilizaciones sociales o por decisión del Legislativo. Por dar solo algunos ejemplos, Dilma Rousseff fue destituida en Brasil luego de un juicio político, al igual que Fernando Lugo en Paraguay. En Ecuador, Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez abandonaron su cargo luego de masivas manifestaciones. En Bolivia, Gonzalo Sánchez de Losada huyó tras revueltas masivas, al igual que Evo Morales.
En lo que va del siglo, los presidencialismos han sido más inestables. Los congresos han desarrollado contrapesos ante ejecutivos que difícilmente tienen, salvo contadas excepciones, mayorías arrolladoras. Cuando esto ha sucedido, se han abierto las puertas a gobiernos autoritarios, como Venezuela o Nicaragua. Pero de la misma manera, la distribución del poder por partidos o coaliciones distintas ha creado una nueva forma de inestabilidad política. Deshacerse de los presidentes se convirtió en una salida a la crisis o en un aprovechamiento de opositores. Esto parece ser una respuesta a la rigidez del mandato que es propio de los presidencialismos. Pero la salida al interrumpir los períodos presidenciales no es fácil y exige un tratamiento más allá de las pasiones y más acá de la responsabilidad política.
En nuestro país, en lo que va del siglo XXI, Kuczynski fue obligado a renunciar, al igual que Merino por las ya referidas movilizaciones, y Fujimori y Vizcarra dejaron la jefatura del Estado a través del mecanismo de la vacancia presidencial. Las causas fueron distintas, así como los actores involucrados. Salvo en el caso de Merino, el resto de las interrupciones no estuvo acompañado de movilizaciones. En este último, se trató del uso desnaturalizado de la norma constitucional, pues en el caso de la vacancia presidencial, en donde se apela a la “permanente incapacidad física o moral”, se trata de un impedimento objetivo de carácter físico o “mental”. Desde la Constitución de 1838, lo “moral” (mental) estuvo asociado a lo físico, siendo ambas causales objetivas, no sujetas a interpretaciones. Pero desde el 2016, estas se deslizaron por la que asume la vacancia por la incapacidad en general. Ello no corresponde con la naturaleza del término para declarar vacante la Presidencia. Con esa línea de pensamiento, se entiende que para vacar al mandatario se requieren solo 87 votos y el argumento viene después.
El diseño constitucional permite el control político sobre el Ejecutivo, a través de la rendición de cuentas, la interpelación, la censura ministerial y la del propio Gabinete. Esto, por cierto, tiene límites, como en todo equilibrio de poderes. En el actual período, hemos visto que, gracias a ese control político, al que se le agrega el control social a través de la prensa y las redes sociales, el Gobierno ha tenido que cambiar de Gabinete y a varios ministros.
Para evaluar la actuación del presidente, se debería abrir una nueva causal de remoción en caso se produzca alguna causal de infracción constitucional y no seguir utilizando la vacancia por incapacidad moral.