Para algunas personas, salir a marchar no tiene valor si no consigue “resultados”. En términos futboleros, ellos serían “Cholistas” (Simeone) o Bengoecheístas (trayéndolo al lenguaje local). Primero se gana y luego se pregunta cómo.
Quizá, para quienes gozan del privilegio de haber tenido siempre todo (o quienes ignoran que cuentan con ese privilegio) algo tan “banal” como la expresión pública se explica únicamente en términos binarios. Triunfo o derrota. Cambio o statu quo. Y, entonces, la protesta pública, en la mayoría de los casos, solo trae desutilidad. Pierdes tiempo, esfuerzo físico, la voz o, como Jack Pintado e Inti Sotelo, la vida.
Ojalá tenga la suerte de que las familias de Jack e Inti lean esta columna, pues les escribo directamente a ustedes: Sus hijos son unos ganadores. Pero el pitazo del triunfo no sonó cuando Manuel Merino renunció a la presidencia, ni cuando recibieron las balas que los llevaron a la inmortalidad. El canto de victoria se escuchó desde el momento en que les comunicaron que salían a marchar. Desde ese minuto, obtuvieron la gloria, cuando decidieron recuperar el derecho a expresarse y ser oído por los necios que pregonaban representarlos.
Los jóvenes de la “Generación del Bicentenario” desterraron con sus arengas, tik toks y bicicletas con canastitas esa absurda idea de que un ciudadano solo ejerce democracia cada cinco años. Nos hicieron recordar que el abuso de los políticos que hemos visto durante los últimos decenios lo incubamos nosotros, los ociosos de la generación previa con nuestra desafección. Una legión de recio cristal, con sus memes y burlas viejolesbiánicas, mandó a la cama a los dinosaurios políticos a los que ya se les había pasado la hora de dormir.
El derecho a la protesta pacífica está protegido por la Convención Americana de Derechos Humanos, y por la Constitución Política del Perú como un derecho autónomo y no enumerado, como bien señaló el Tribunal Constitucional hace unos meses atrás. Es tan natural este derecho que no tuve que enseñárselo nunca en una pizarra a mis alumnos. Ellos me educaron toda la semana pasada con sus chats y sus selfies.
Como derecho fundamental, su ejercicio no está sujeto a autorización previa. No se suspende ni siquiera durante un Estado de Emergencia. No puede prohibirse la protesta pacífica –de forma genérica y sin fundamento caso por caso– en espacios públicos como plazas y avenidas. No hay “horarios de manifestación” ni toques de queda válidos. No puede “dispersarse” una marcha. A ver si lo entiende de una vez algún director de la Policía y algún ministro del Interior: su labor debería ser la de proteger a los manifestantes, no dispararles, gasearlos, ni emboscarlos, actos criminales registrados en televisión en vivo y en la retina de todos los peruanos para la ignominiosa posteridad.
Algunas veces, las protestas llevarán a cambios, como los de este domingo. Otras, no. Pero las manifestaciones públicas tienen un valor por sí mismas. Incluso si solo sirven para ver cómo un gobierno constitucionalmente precario se convierte en una dictadura inapelable cuando reprime los reclamos que la ciudadanía quiere transmitirle. Más si ayudan a darnos cuenta que nuestra fragilidad institucional se tejió con los retazos de todas las veces que escogimos guardar cobarde silencio.