No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague. El dicho popular le cayó encima como una bomba al gobierno argentino la semana pasada, cuando un tribunal de los Estados Unidos le impidió cumplir con el pago de los intereses de su deuda soberana a menos que atienda también a los acreedores que no se acogieron al canje de esa deuda.
Como se recordará, en el año 2001 la Argentina protagonizó la más grande cesación de pagos de deuda pública de la historia moderna: 100 mil millones de dólares entraron en “default”. Y allí permanecieron hasta que en el 2005 y luego en el 2010, el 92% de esa deuda fue renegociada con nuevas obligaciones que implicaron un descuento del 65% del valor original.
Decenas de miles de inversionistas y jubilados en todo el planeta, a través de fondos institucionales, tuvieron que aceptar entonces una reducción drástica de sus acreencias y pasar por el aro. Como si fuera la sopa de Herodes. Excepto un grupo de inversionistas que no transaron con el canje y especularon que esa deuda, algún día, podría ser cobrada: los así llamados “fondos buitre”.
Los “buitres” son inversionistas que van contra la corriente. Apuestan por comprar a precios de remate las deudas que todo el mundo da por perdidas y se sientan a esperar que un cambio de gobierno, un tribunal de justicia o una nueva negociación les otorgue la razón. Y si finalmente le pegan a la piñata, lo que cae son chorros de dinero y rentabilidades astronómicas.
En el mundo de las finanzas internacionales, los “buitres” son muy necesarios. Están allí para mantener a raya a los emisores de deuda irresponsables, para arbitrar oportunidades que otros no quieren aprovechar. Para hacer que el sistema capitalista sea más eficiente.
No ha sido una novedad ni una sorpresa. Los “buitres” han estado tratando de recuperar su dinero desde hace muchos años, procurando embargar anteriormente el avión presidencial Tango Uno, la fragata de instrucción de la marina argentina en Ghana, la residencia del embajador argentino en Washington y hasta un museo dedicado al General San Martin en Francia, además de un satélite, patentes y cuentas diversas de la Argentina en el extranjero.
Pero el gobierno argentino eludió esos embargos y continuó, por el contrario, con la perorata populista de la soberanía nacional, el amor a la patria y la mecida legal. Hasta que un juez norteamericano les ha sacado tarjeta roja y los ha mandado a negociar contra el reloj porque de lo contrario en 30 días entrarán nuevamente en “default” internacional.
Será difícil esta vez para el gobierno Kirchner salir bien librado de este trance sin meterse la mano al bolsillo. No le servirá de mucho convocar la inoperante intervención de la OEA. Ni abona en su favor la larga lista de atrocidades heterodoxas con las que ha destruido la economía gaucha en los últimos diez años, entre ellas el despojo que acometieron el 2008, cuando se cargaron en peso los ahorros previsionales, incluyendo los aportes voluntarios, de las desaparecidas administradoras privadas de pensiones.
Todo ello mientras se empiezan a destapar judicialmente las historias de corrupción de sus políticos más prominentes, empezando por el mismísimo vicepresidente, y se va haciendo más evidente a los ojos del mundo quiénes son los verdaderos buitres en esta novela.