Es un miedo que se utilizó desde que aprendimos a levantar un garrote, pero quien llegó a sistematizar su método y ponerlo por escrito fue el teórico del nazismo Carl Schmitt en su libro “El concepto de lo político” (1927). Allí, con el mayor desparpajo y desprecio por la moral, señala que “construir un enemigo” era una necesidad para la estabilidad de los gobiernos. En efecto, a lo largo de la historia hemos buscado nuestro enemigo ideal. Esta es una tarea difícil, pues los candidatos no ofrecen rasgos únicos, a no ser su vulnerabilidad: grupos étnicos, políticos o religiosos; desde brujas y herejes hasta comunistas y judíos, pasando –cómo no– por los inmigrantes. Lo que importa es que en determinada coyuntura resulten ideales para proyectar sobre ellos nuestros miedos.
Las potencias mundiales suelen enfocarse en enemigos militares o en el terrorismo internacional. Nosotros, en cambio, preferimos al más débil de la cadena: el delincuente extranjero, al parecer más feo, sucio y peligroso que el producto nacional. Y mientras construimos en nuestras cabezas ese chivo expiatorio, vamos convenciendo a los demás de su desatada peligrosidad y pedimos sobre este la consiguiente represión, no importa que lleguemos a pedidos descontrolados como la declaración de emergencia para toda la ciudad.
Uno intenta pensar en a quién le conviene convertir a todo el aparato estatal en un ente represivo dedicado a arrojar palos contra la oscuridad. En realidad, las personas que agitan nuestros miedos para justificar sus pretensiones de poder nunca se enfrentarían al enemigo que postulan para su linchamiento. Más bien, su interés está puesto en los que están libres de sospecha. Cualquiera que haya leído el libro “1984″ de Orwell sabe que esa es la dimensión política del poder punitivo: encerrar o deportar ladrones no es una finalidad política, la vigilancia que el poder empieza a ejercer sobre el resto de ciudadanos sí la tiene.
En estos tiempos en que celebramos un nuevo aniversario de la vieja Ciudad de los Reyes, a veces temo que el proyecto que piensan para la urbe nuestros gobernantes sea volver a construir sus murallas. Replicar el modelo en que, para visitar a los vecinos, haya que acreditarse en una garita. Un mapa de barrios cerrados, donde nuestras horas de permanencia deban estar registradas, en el que se filme todo, se revise todo, se desconfíe de todos. Un modelo de ciudad burbuja, imposible en nuestra ciudad gris, pobre y de basurales a cielo abierto, pero tan peligrosamente ansiada por aquellos que, en lugar de un alcalde, buscan un gerente de seguridad.