En el caso de Daniella Pflucker contra Guillermo Castañeda, muchas voces –no todas de hombres– se han negado a sumarse al “yo te creo”. En el país que, según el Ministerio de la Mujer, ocupa el tercer lugar en casos de violación sexual en el mundo es, digamos, estadísticamente arriesgado no creer en la versión de una persona que se presenta como víctima de violencia de género. Aun así, veamos qué alega el bando incrédulo: temen que cualquier persona –cualquier hombre– pueda ser víctima de difamación sin pruebas en las redes sociales.
Cierto, es perfectamente posible. Y aquí me gustaría detenerme en una diferencia crucial entre este último caso –y el de la gran mayoría de víctimas de casos de abuso o acoso sexual en el Perú– y aquellos que desataron la ola #MeToo desde Hollywood. En su Twitter, el periodista Diego Salazar observó que una de las fortalezas de ese movimiento es “que las denuncias contra hombres poderosos han sido hechas desde el rigor periodístico, gracias al trabajo de periodistas que corroboraron testimonios y acusaciones de forma que los hechos denunciados sean casi incuestionables”.
Quizás lo único parecido a eso, en nuestro país, haya sido el trabajo de Pedro Salinas y Paola Ugaz sobre el Sodalicio. Un trabajo, por cierto, independiente y sin el apoyo de ningún medio. ¿Qué medios en el Perú han sido algo más que rebotadores de lo que las propias víctimas publicaban en sus redes sociales? Incluso después de la exposición de las personas afectadas, han sido muy pocos los casos (Faverón, Mendoza) en los que la prensa auditaba los testimonios y evidencias para construir un relato más sólido.
(Y, por favor, no empiecen con eso de “¿por qué no lo denunció a la justicia?”. Como si no hubieran visto a Adriano Pozo arrastrar a una mujer por los pelos y luego, salir libre como si nada. O como si no existieran –como lo ha advertido la abogada Fátima Toche– vacíos legales en muchos casos, por ejemplo, los de acoso virtual.)
El caso es que, al convertirnos en simples megáfonos, al no hacer el trabajo periodístico, como dice Salazar, hemos desprotegido a las víctimas. Las hemos obligado al recurso más desesperado: exponerse solas en las redes sociales, a ver si así logran justicia o, al menos, delatan al victimario. Esto termina dándole argumentos a los que prefieren reducir estos casos a una “confrontación de versiones” en vez de tratarlos como lo que son: denuncias de hechos repulsivos.
Nuestro actual periodismo de espectáculos –que cree que un ampay es una investigación– claramente no está capacitado para abordar estos temas. Lo último que una víctima quiere es terminar con su caso farandulizado y manoseado por panelistas más interesados en la autopromoción que en la verdad. ¿A quién podría recurrir? Al final, a nadie. Entonces termina publicando algo, a veces impreciso, en Facebook y salen muchos a quejarse de que una versión así no debe ser creída a ciegas. Y los medios cuestionamos a las víctimas y las víctimas ya no recurren a la prensa y vuelta a empezar.
Salgamos del círculo vicioso. Es cierto que los periodistas no tenemos que decir, de buenas a primeras, “yo te creo”, pero podríamos –ya es hora– empezar a construir un entorno que le diga a las víctimas “yo te apoyo”.