La semana pasada asistí junto a 600 personas a una fiesta en pleno confinamiento. La invitación me había llegado por las redes del podcast Radio Ambulante con motivo de su octavo aniversario y terminó siendo lo que se anticipaba: una manera prácticamente distópica de perderse entre la multitud y el bullicio. Entre los recuerdos colectivos que sobrevivirán a esta pandemia, intuyo que el de nuestros rostros en cuadrículas será uno de los más presentes y el de esta fiesta, para mí, perdurará como una versión con esteroides: un Zoom con boom. Los disc jockeys rompieron fuegos con ritmos latinos, el rock hizo luego una breve incursión –nunca había visto a tanta gente bailar con Los Saicos– y también ladró el reguetón. Con mi cerveza en la mano y el cuerpo en trance, mi vista alternó entre la cuadrícula de rostros pequeños y el recuadro más grande donde rotaban en primer plano los asistentes: conocí multitud de salas, terrazas, patios y dormitorios en los que asistentes de toda América y otras latitudes bailaban, cantaban, brindaban, agitaban las banderas de sus países, mostraban cartulinas escritas y brincaban con hijos y mascotas mientras que en el chat el jolgorio se hacía verbo con mensajes escritos que uno imaginaba con sus acentos respectivos.
Es curioso cómo los rituales del mundo real encuentran su cauce en el digital: ni bien ingresé a la fiesta me puse a buscar a mi novia entre la gente, como quien se apretuja a la espera de atisbar ese pelo que tan bien se conoce pero, aunque no la encontré –tenía su cámara apagada–, me dio gusto toparme con algunos amigos y encontrarlos sanos y expectantes como yo.
El pico llegó con el brindis: un discurso breve de los anfitriones y centenares de vasos elevándose en marea. Pero así como no la pasé solo virtualmente, tampoco lo hice físicamente: al notarme divertido ante mi computadora, mis hijas no tardaron en acercarse curiosas y se quedaron conmigo. Nuestra sala fue mostrada a las demás salas; nuestra relación fue mostrada ante las demás relaciones y, luego de la última canción –una balada de Juan Gabriel que es una buena contraseña de despedida–, mis hijas y yo nos pusimos a conversar y a comer, como cuando se acude a una sanguchería luego de una juerga de valía. No recuerdo si desperté con resaca, pero sí lo hice con una reflexión: el mundo pospandemia modificará ciertas conductas, pero no lo esencial. Si hay algo que nos ha elevado de las llanuras africanas a las naves espaciales tripuladas –y a nuestro propio riesgo de sostenibilidad– es nuestro sentido de colaboración a nivel de clan y nuestra capacidad de coordinación con otros clanes. Debajo del iceberg de nuestros modales subyace el primate social que jamás dejaremos de ser. Los latinoeuropeos se seguirán besando las mejillas a pesar de que su territorio alguna vez fue diezmado por la peste negra, así como todos volvimos a hacer el amor sin el trauma del sida.
Cuando vuelvan las fiestas compactadoras y nos hagan olvidar que el mundo estuvo confinado, esta fiesta virtual será un curioso recuerdo.