Una librería me ha pedido gentilmente conducir un grupo de lectura alrededor de “Los cuentos siniestros” del autor japonés Kobo Abe, uno de mis autores favoritos. Nadie como él, aparte de Kafka, supo reinventar la experiencia de la soledad, la alienación, las atmósferas opresivas. Sus inquietantes textos mezclan el terror, el surrealismo, la ciencia ficción. Nos hablan del forzado crecimiento urbano, de los efectos de la guerra, de la instalación de la muerte en nuestras conciencias. Parafraseando el lugar común, Kobo Abe sería en el Perú un escritor costumbrista.
Para el occidental, cualquier mención sobre cultura japonesa suele evidenciar un curioso desconocimiento: por un lado, respetamos una tradición que suponemos legendaria y, a la vez, admitimos cierta indiferencia hacia su riqueza. Tokio resulta entonces el escenario ideal para perdernos a la manera de Bill Murray y Scarlett Johansson en “Lost in Translation”: como ellos, vamos por allí insomnes, solos y descolocados en una megalópolis que no entendemos ni nos entiende. Pero nuestra relación con lo nipón no tendría que ser así. Cuando estamos cerca de cumplir 150 años de intercambios diplomáticos entre el Perú y Japón, quizás estaría bien permitirnos ser más imaginativos respecto a nuestros vínculos.
Hace pocos meses publiqué una novela que ocurre en Tokio. No deja de sorprenderme que tanto amigos como colegas me hayan preguntado si alguna vez visité la isla. Como si tuviera que excusarme por carecer de esa experiencia, comento algún viaje por algún destino cercano, pero mi respuesta no resulta satisfactoria, sé que estoy decepcionando a quien espera que la creación literaria obligue a su autor, previamente, a participar físicamente de su escenario.
Prefiero cambiar de respuesta: ¿Quién no ha estado alguna vez en Japón? Puede que nunca hayamos aterrizado en el aeropuerto de Narita, ni desplazado por las vías del Shinkansen, ni sentido el levísimo aroma de los ciruelos cuando ocurre su famosa floración. Sin embargo, imaginariamente, todos nos hemos instalado en ese país. No se necesita haber pasado temporadas leyendo a Kobo Abe, Kawabata o Mishima. Basta con haber visto a Ash lanzar una pokebola o a Sakura Kinomoto recuperar una carta para evitar una catástrofe mundial. Cuando de niño veía “Ultrasiete”, en cada enfrentamiento alienígena imaginaba que la cola del monstruo quebraba un edificio de la residencial San Felipe. Peruanos y nipones, aquellos conjuntos habitacionales formaban parte del mismo tiempo, diseño y funcionalidad arquitectónica.
Pensando en ello, vuelvo a la librería, a mi grupo de lectores y a las páginas de Kobo Abe. Y entre lo inverosímil y lo claustrofóbico, advertimos las pistas de un mundo lleno de trampas. Sus miedos y los nuestros son uno solo.